La era de la superioridad moral

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

 

A Georgette López Tercero,

quien siempre me recuerda el valor de la amistad.

No se puede decir: “Nada es seguro, nada es probable, nada es honesto”.

Mejor errar por omisión que por comisión:

mejor abstenerse de dirigir el destino de los demás,

puesto que ya es bastante difícil conducir el de uno mismo.

Primo Levi

 

La moral siembra pánico y ahí se dictan todos los imaginarios desde donde se gobierna. La web 2.0 llegó con la promesa de democratizar los más sublimes valores humanos. La libertad, el acceso a la información y la participación ciudadana estarían al fin al alcance de todos. El sueño de la democracia se había hecho realidad. Este sería el poder del pueblo, y las instituciones no tendrían más que doblegarse ante el nuevo y colectivo soberano. Lo que nadie previó fue que el poder sin límites es un riesgo en las manos de quien sea, por sublimes y divinos que parezcan sus propósitos.

La cosmovisión de la web 2.0 es vacía de moral como la moral es vacía de sí misma; ejemplo de ello es el gasto de palabras diarias que lejos de construir nos llevan al basurero. El capitalismo nos ha hecho creer perversamente que su columna vertebral reside en la moral. Largas persecuciones, como siempre, han existido en nuestra historia y persistentemente se reinventan.

La democracia apareció como la primera promesa colocada en el firmamento por la web 2.0. Sería la época de la democratización de todo: de la información, la creación de contenidos, el acceso a los medios y, por supuesto, también de la justicia. La multitud podría ejercer desde las redes sociales el papel del sofisticado guardián que tan pobremente habían desempeñado las fuerzas del Estado. Era el momento de la sociedad ideal, donde la propia comunidad sería encargada de erigir y derogar sus reglas, así como de hacerlas cumplir, sin las estorbosa y aparatosa presencia de los poderes legislativo y judicial.

Semejante utopía parecía sacada de las mentes de los más ambiciosos soñadores de la historia. Y, al igual que ellas, su mayor defecto era tener los instintos humanos en muy alta

estima y esperar siempre lo mejor de las personas. “¿Qué puede salir mal si es la multitud la que por sus propias manos ejerce a destajo el poder?”, se han preguntado los utópicos, sin darse cuenta de que quienes han causado las más grandes heridas de la especie han sido tan humanos como el resto. Y es que no se trata de que algunos sean ángeles y otros demonios, sino de que la capacidad de ejercer el poder sin reglas es siempre peligrosa.

El nuevo mandatario llamado “multitud” asumió pronto su papel de ojo que todo lo mira. Fue así que descubrimos que, aunque la verdadera justicia y el acceso a la información, entre otros, no se habían democratizado como se prometía, la vigilancia sí estaba ahora en manos de todos. Era el sueño húmedo de los más puristas sistemas autoritarios: la capacidad de mirar las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, absolutamente toda la información, hasta la más nimia, de sus ciudadanos. Y lo mejor era que el sistema no tenía que hacer grandes inversiones interviniendo llamadas telefónicas y escuchando a través de las paredes, al antiguo estilo del espionaje. La fórmula era perfecta porque el individuo entregaba, gustoso, por su propio pie, santo y seña de su vida como una ofrenda hacia la masa.

Semejante capacidad puesta en las manos de un soberano es pocas veces manejada con humildad. El nuevo rey, como sus antecesores, se creyó colocado en el trono por una especie de derecho divino o de destino manifiesto. Era la superioridad moral la que lo había llevado a la cima y desde ella podía cortar cabezas a destajo. El ojo que mira —que es el ojo de todos, pero también la mirada de odio ajena cuando al individuo le toca ser mirado — se creyó pronto con la facultad de revisar cada uno de los episodios de las vidas de sus súbditos y de verificar que se adecuaran o no a las normas morales en turno.

No hay límite legal ni poder estatal que ponga freno a este soberano, y es que su poder es total. Si levanta el dedo y pide que alguien sea censurado de la televisión, la radio o cualquier medio, así debe hacerse, sin que haya instancia capaz de interceder. Lo que es peor, sin que haya instancia que quiera interceder, porque todas se creen por completo la máxima que fundamenta el sistema, que el soberano realmente es superior moralmente y, por ello, si señala a alguien es porque, en toda su sabiduría, ha determinado que en efecto el señalado es un ser digno de repudio.

Si el dedo pide que alguien sea removido de su empleo, así se hace. No importa si son cargos de gobierno o privados. No importa si el acusado es el fundador, dueño o gerente de su propia empresa. Si el dedo pide, incluso, que el acusado se quite la vida, frecuentemente consigue también su cometido.

Su vigilancia se va alimentando de cuantos elementos puede. Y es que el individuo entrega en ofrenda la información propia de la que está orgulloso, pero ¿qué pasa con los datos escabrosos que ni él mismo se atreve a mirar? Para ello, es necesario que el sistema cuente con una serie de ojos interconectados, instalados en cada rincón del mundo. Y ahí están las pequeñas extensiones del soberano, vigilando con sus interminables cámaras, aguardando el momento en que un desconocido cometa un acto moralmente deplorable y sea hora de mandarlo a la mazmorra de los apestados.

Mientras estamos detrás de la cámara y bajo el cobijo del soberano, todos somos buenos ciudadanos, tan moralmente superiores como el resto. Lo que no sabemos es que, en cualquier momento, cuando menos lo esperemos, en una crisis de histeria o en medio desborde emocional, el soberano puede volverse en nuestra contra. Y llegado ese día, no habrá vecino ni amigo que nos recuerde. No habrá periodista dedicado a cubrir la verdad con valentía ni instancia impartidora de justicia que meta la mano por nosotros. Y en ese momento, los menos afortunados han de recordar que todos somos moralmente superiores hasta que alguien abre la puerta de nuestras casas y descubre las cosas que todos guardamos debajo de las alfombras.

Esta es la era de la superioridad moral y nadie está a salvo, pero todos estamos agradecidos con un sistema que nos ha regalado, finalmente, la tan ansiada figura del padre que pone orden y nos mantiene a salvo en la cómoda y utilitaria “zona gris” de la que habla Primo Levi al evidenciar el fracaso del maniqueísmo.

 

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