La intolerancia y el otro

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

Cuando no sepas qué hacer, sé humano.

Daniel Taroppio

¡No se deje sorprender! Estamos los unos y los otros, pero fundamentalmente debemos estar todos en concierto. Numerosos han sido los liderazgos que, a lo largo de la historia, han fincado su capital político en el odio a los otros El temor —pero más que temor, la intolerancia— a la diferencia ha sido el motor para la expansión de los imperios, para justificar medidas deshumanizantes y para erigir poderíos que no podrían sostenerse sobre las endebles bases de sus argumentos.

Gracias a los derechos humanos, y a su reconocimiento alrededor del mundo, hoy nos es más fácil identificar el discurso de odio que atenta contra la igualdad y la dignidad humana, y que, por lo tanto, hay que combatir. Sin embargo, la propia expresión discurso de odio es frecuentemente objeto de codicia de algunos grupos que se benefician de la vulneración de los derechos de grupos e individuos —por ejemplo, de los derechos laborales o del derecho a la información—, quienes pretenden tildar a los que denuncian desigualdades de propagadores del odio.

Sin embargo, la noción del discurso de odio no surge como una herramienta más de las cúpulas para callar las denuncias sobre sus abusos. Por el contrario, este concepto es la defensa de quienes ven obstaculizados sus derechos frente a los abusos de poder —en este caso, del poder de la palabra amplificada y difundida mediante canales masivos—.

Pero el discurso de odio no es un invento de nuestro siglo. Al menos no completamente. Sus raíces son tan añejas como los deseos de expandir terrenos y poderes a costa de los no gobernados, de quienes están más allá de las fronteras —físicas o simbólicas—, o, en resumidas cuentas, de los otros.

Por supuesto que los ejemplos más inmediatos que nos vienen a la mente son los de personajes semejantes al expresidente de los Estados Unidos, Donald Trump. El magnate fincó su popularidad en el odio y el temor hacia absolutamente todas las personas y grupos consideradas diferentes de la norma: latinos, afrodescendientes, comunidad LGBT, personas con discapacidad, etcétera, etcétera. Su manipulación del odio llegó a tal que pudo retraer la norma hasta niveles medievales, llevando su odio e intolerancia también hacia las mujeres.

Aunque sería fácil acusarlo de inventar este fenómeno, lo cierto es que Trump tampoco lo inventó. Sólo hace falta recordar a George Bush ganando un poco de legitimidad criminalizando a todas las personas musulmanas y de países árabes. O a los viejos presidentes del siglo pasado en México reprimiendo estudiantes acusándolos de comunistas. O mirar a las instituciones religiosas que acusan al matrimonio igualitario de ser un peligro para la familia como idea. El odio sigue siendo un infame instrumento legitimador.

¿Cómo salir de esta lógica, cuando está presente tanto en espacios políticos, mediáticos y académicos? Combatir la contaminación de la información es parte de la estrategia necesaria, pero no lo es todo. Construir una sociedad donde el miedo al otro no sea una herramienta para la guerra y los atentados contra la dignidad humana requiere un cambio de enfoque en prácticamente toda plataforma comunicativa, empezando, por supuesto, con la educación.

Para Abelardo Barra Ruatta, profesor de la Universidad Nacional de Río Cuarto, en Argentina, educar para la diferencia es la ruta necesaria para una convivencia armoniosa con la otredad. Imaginemos un mundo donde las figuras políticas no hablen el lenguaje del odio y la intolerancia hacia los otros. O, por lo menos, un mundo donde, al hablar, estos personajes no encuentren un solo par de oídos dispuesto a escucharlos. Para ello es necesario que la propia sociedad no tenga un miedo preimpuesto a todo aquel que se considere diferente.

Barra Ruatta no se limita a hablar de una mejor convivencia con los otros grupos humanos, sino con la naturaleza entera. En un momento clave para enfrentar el calentamiento global y perseguir el desarrollo sostenible, esta visión resulta más que necesaria. Para el investigador, armonizar con la “multiformidad de la vida” implica no mirar más allá de las fronteras del individuo desde una postura de superioridad ni minimización, sino “complejizar: comprender que los seres, entes y procesos que constituyen la trama de lo real no son reductibles a las abstracciones formales y matematizantes” de nuestra especie.

La convivencia con la otredad requiere, por supuesto, de cesiones. Aceptar que no siempre se tiene la razón y que no todo el mundo debe ser como uno. “No se trata, entonces, de establecer un códice de homogeneización ontológica ni de imponer visiones que se suponen copias insuperables de la realidad, sino de aceptar los múltiples bosquejos que millones de individuos trazan en la aventura hedónica de la existencia”, dice Barra Ruatta.

Un objetivo difícil, pero sin duda necesario para la construcción de un mundo donde las estrategias del poder no radiquen en poner a unos vecinos en contra de los otros, donde los argumentos pesen más que las simples distinciones discriminatorias.

 

Manchamanteles

El concepto de discurso de odio es hoy utilizado por las cúpulas para defenderse de verdades incómodas. En esos casos, tal noción les parece central y necesaria. Curiosamente, cuando ésta se voltea en su contra, se vuelve totalmente inválida.

 

Narciso el Obsceno

Émile Durkheim asegura que la personalidad es el “individuo socializado”; ¿será entonces que la sociedad privilegia el narcisismo entre narcisos?

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