La ruptura de la COVID-19

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

“Aquí principian mis penas,

lo digo con gran tristeza,

me sobrenombran “maleza”

porque parezco un espanto.

Si me acercaba yo un tanto,

miraban como centellas,

diciendo que no soy bella

ni pa´ remedio un poquito.

La peste es un gran delito

para quien tiene su huella.”

Violeta Parra, en (Décimas: Autobiografía en versos, 1976, p. 53.)

 

Para la filósofa Claire Marin la vida está llena de rupturas. La existencia no se trata de una línea recta en constante ascenso y ni siquiera de una función con múltiples altibajos, sino de un camino que, aunque a veces llano, se caracteriza por un relieve irregular. Múltiples grietas atraviesan ese sendero y no sólo lo redireccionan; lo reformulan, cambiando incluso el material del que está hecho. Las grandes rupturas modifican la ruta de nuestro barco, agitan su contenido y lo renuevan. No es una sorpresa que una ruptura enorme como la pandemia de COVID-19 cimbre nuestras vidas y las transforme por completo.

En entrevista con Le Journal du Dimanche, Marin, autora de Rupturas, ha hablado sobre las múltiples formas en que este virus modificó nuestras vidas. Las más evidentes ya las conocemos todos: hay personas que no volverán a estar más y otras que han visto cambiar radicalmente su cuerpo y su salud. Sin embargo, aunque quizás más silenciosas, todos hemos experimentado ciertos grados de rupturas en esta pandemia. “Nos acostumbramos a vivir una vida en modo menor, con pocos contactos, pocas salidas”, dice Marín. Y, aunque algunos han aprendido a hallarse en este nuevo estadio, otros han corrido con menos suerte. Como sea, quizás nadie pueda decir honestamente que su vida es la misma antes y después de la pandemia.

Frente a la aparentemente interminable duración que ha tenido la pandemia de COVID-19, Marin resalta la importancia de seguir ideando y creando, al menos en el papel, el mundo post-pandémico. En otra entrevista con Le Monde, la autora ha señalado que nadie puede soportar un calvario si no piensa que un día llegará al final. Aunque es cierto que para muchos no ha sido realmente tortuoso —ya sea porque no perdieron un empleo, la salud ni un ser querido, y porque sus vidas de fiesta siguen casi intactas—, para una enorme porción de la sociedad sí ha sido una grieta enorme y profunda de la que estamos ya ansiosos por salir. Soñar ese mundo posterior no es otra cosa que un ejercicio de supervivencia y de esperanza, en el que depositamos nuestros mejores ideales en un mundo aún no visto, pero de cierto añorado.

“En cierto modo, hay algo purificador en lo negativo”, asegura Marin. Por supuesto que con ello no se une a las voces new age que aseguran que “todo lo malo pasa por algo”. Y es que ¿cómo podría uno decirle semejante barbaridad a alguien que ha perdido a su ser más querido o que sencillamente no podrá volver a respirar como antes? La autora no contribuye a ese discurso hueco y opresor. A lo que se refiere es a los significados que damos a la desgracia. Los seres humanos tenemos esa habilidad, la de encontrar en los rincones más oscuros enseñanzas con las que enfrentaremos en adelante la cotidianidad. Para la filósofa necesitamos registrar estas rupturas “en un movimiento dialéctico donde lo negativo es el paso obligado para llegar a una mejor situación”.

Probablemente, quienes mejor hayan pasado emocionalmente este periodo de crisis —obviando por un momento las condiciones materiales y económicas— hayan sido quienes consiguieron darle un sentido más allá del temblor mundial que significó la pandemia. Es decir, quienes vieron en éste una ruta para llegar a otro punto de su propio desarrollo. La escritura, la lectura, la danza, los propios afectos, entre muchos otros, habrán sido alicientes que hicieron la espera significativa para muchos. En el otro extremo, por supuesto, habrán estado quienes no han tenido acceso a todas estas herramientas y —a veces por cuestiones sociales sumamente complejas, frente a las cuales sobran los juicios— han recurrido a los comportamientos compulsivos y adictivos.

Pero los cambios no han terminado y ese prometido “mundo después de la pandemia” aún no ha llegado, salvo en países como Estados Unidos, donde la vacunación va sumamente avanzada y puede hablarse de atisbos de este esperado universo —aunque sean, tal vez, precipitados—. La estructura social probablemente haya cambiado mucho más de lo que somos capaces de ver ahora y, como dice Marin, 2020 nos haya preparado “dolorosamente para la idea de tener que vivir de manera diferente”. Como ella misma lo asegura, las rupturas parecen generar personas diferentes, nuevas versiones del ser. Ya he acudido la semana pasada a Heráclito: “nadie se baña dos veces en el mismo río”, afortunadamente.

La normalidad no va a volver a ser la misma y es que las condiciones han mutado y, lo aceptemos o no, hemos cambiado también nosotros. Los que enfrenten el mundo post-pandemia no serán los que entraron en ella; nuestra visión de la realidad será otra. No importa cuánto nos aferremos al pasado y a la nostalgia; después de la ruptura, nada vuelve a ser lo mismo. Pero no hay necesidad de dramatizar: el mundo que viene no tiene por qué ser mejor o peor, será simplemente otro. Y la gran pregunta es si aprendimos algo más que subsistir, quizá a pensarnos desde otro lugar y a valorar a los otros.  La naturaleza humana encuentra todos los caminos para permanecer pero, el tema es como hacerlo en convivencia.

 

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