La utopía de la esperanza

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

La utopía se desdibuja en el horizonte. La pobreza, la inflación, los abusos del sistema y los reiterados pisoteos a los derechos humanos en el mundo parecen alejarla cada día un poco más. ¿Qué puede esperar un entorno en donde el respeto a la dignidad depende del color de piel, del nombre, el individuo o del pasaporte? La pandemia de COVID-19, la inequidad en el reparto de vacunas y los fenómenos del odio de las masas que día con día vemos en las redes sociales nos hacen preguntarnos dónde quedó el faro que nos llevaría hacia el imaginario progreso. De tal suerte que las diferencias y el despojo camina lo mismo en la virtualidad que en la realidad deja pendiente en la sutileza de la memoria.

Hace algunos años que la palabra futuro no parece ser sinónimo de promesas e ilusiones. La tendencia hacia el avance constante de las reivindicaciones en materia de derechos humanos ha sido ya puesta en entredicho más de una vez. Los fenómenos migratorios que tienen lugar en Europa y América del Norte son sólo una muestra de ello. El trato igualitario y digno de todos los Estados parece tener un límite y ése no parece ser la vida humana. Los grandes desafíos hacia los íconos de la democracia —como la llegada de Trump a la Casa blanca o de Boris Johnson a Downing Street10 — han sido otros momentos desalentadores.

La pandemia de COVID-19 hizo lo propio con las esperanzas colectivas. No importa que hoy sintamos que ya “vamos de salida”; los daños a la economía y a las generaciones más jóvenes ya están hechos. Si logramos realmente salir pronto de esta, si ómicron y las próximas variantes lo permiten, ellos crecerán de cualquier forma con el recuerdo de estos meses en los que hablar de mañana se tornó prácticamente absurdo. ¿Qué tan lacerante debe ser para un espíritu desarrollarse durante un par de sus primeros años sin la menor expectativa de futuro?

La utopía se desdibuja, pero no desaparece. Hemos pasado, simplemente, a una etapa en que ha tomado un rostro completamente ajeno al que estábamos acostumbrados a mirar. En el pasado, era un nuevo sistema político el que nos rescataría. Eran “el partido”, “la causa”, los “camaradas” o el “ideal del amor”. Hoy, la ilusión de derribar un sistema parece estar superada: no hay fuerza que lo logre, no hay voluntad suficiente. Y, frente a ello, nos quedan sólo dos opciones: resignarse o resignificar la utopía.

El proceso que hoy vivimos es consecuencia del rumbo que ha tomado el mundo durante las últimas décadas. No lo percibimos antes, pero lleva formulándose bastantes años. A pesar del capitalismo que hoy, vivimos de la esperanza emanada del Estado de bienestar durante un largo periodo. El mejor porvenir que entonces se aseguró nos continuó alimentando, a pesar de que el contexto apuntaba en una dirección distinta. Tuvieron que pasar muchos atropellos para que empezáramos a abrir los ojos. Ese porvenir jamás iba a llegar.

La promesa misma del futuro se ha ido deslavando. No es sólo la utopía. Quienes la recordamos, aún nos movemos dirigidos por su inercia. ¿Pero cómo transmitírsela a las generaciones más jóvenes? ¿Cómo contarles, a quienes no conocen de privilegios, que hubo mundo en el horizonte en el que la igualdad y la justicia serían el pan de cada día? Hoy, los derechos humanos nos ayudan a sostener el ideal, pero el ver el nivel que alcanza su cumplimiento desanima a cualquiera.

Dice Ana Cecilia Dinerstein que “la utopía actual es una práctica concreta y cotidiana de millones de personas comprometidas por la creación de un mundo plural y digno contra y más allá del neoliberalismo global”. Es decir, que las propuestas de un mundo mejor ya no llegarán de la mano del sistema político de un redentor global, sino que se viven local y comunitariamente gracias a quienes impulsan modos más dignos de vida.

Frente a un sistema voraz que arrasa cuento tiene a su paso, acaso la única forma posible de utopía sea la que podemos construir en los mundos pequeños. No en aquellos que se piensan separados del todo, sino en esos que se saben insertos en un mundo hostil, pero que desde ahí deciden construir entornos de paz. Lo imposible que suena esa tarea es precisamente la prueba de lo que hablo: la utopía está en nuestras comunidades.

La utopía de antaño se desdibuja, pero la esperanza no se digna a renunciar. Se repliega y se reformula desde nuevas perspectivas. Cede quizás el terreno de lo global, pero se niega a dejar perder lo próximo, lo cercano. Se resigna a un mundo controlado por fuerzas ingobernables para los utópicos, pero se opone a pensar que la propia vida puede ser dirigida por los hilos del titiritero. La utopía de ayer yace bajo tierra; la de hoy florece allá donde el sistema se descuida. Marcel Proust, aquel sublime escritor francés que anduvo en busca del tiempo perdido, decía que se trataba de “mantener siempre un trozo de cielo azul encima de la cabeza”.

 

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