Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas

Fumar es un vicio que no comparto y que me da miedo. Vi cómo un enfisema destruyó a la madre de uno de mis mejores amigos y el padre de otro murió de cáncer pulmonar.  

Me parece tonto que jóvenes y viejos, lerdos e iluminados, se regodeen en un placer que los llevará a la tumba… después de asestarles una lista de males más larga que la Cuaresma. 

Así comenzaba esta columna hace unos años, cuando al salir de clases veía a más y más alumnos abarrotar el espacio reservado para fumadores en el campus… y ver también cómo de un semestre a otro ese espacio se ampliaba cual lote urbano en Polanco en tiempos de la clase política que no es igual a las anteriores. 

Ahora desde la “Tierra de Abajo” (Anthony Hopkins dixit en The Fastest Indian in the World) nos llega una alentadora noticia de cierre de año: ¡los maoríes se proponen prohibir totalmente la venta de cigarros! De ahí que recupere, con la apostilla 2.0, aquel texto. 

Natasha Frost reveló la sensacional medida el 9 de diciembre en el New York Times. En México, ni pío. Sospecho un compló de las transnacionales tabacaleras que, a diferencia de las productoras de golosinas y botanas engordadoras, no han sido tocadas ni con el pétalo de un acuerdo administrativo. 

Los neozelandeses van a proceder de manera inteligente. La ley entrará en vigor en el 2022, pero deja en paz a los viciosos (o adictos vulnerables, para decirlo con corrección política) actuales. 

A partir de entonces, la edad mínima para comprar pitillos se aumentará gradualmente, de tal suerte que en el 2050, los sobrevivientes de los pabellones oncológicos mayores de 42 años todavía podrían administrarse libremente el veneno, pero nadie más. 

El subsecretario de salud de Nueva Zelanda, doctor Ayesha Verrall (homólogo de YSQ), declaró que al impedir la oferta de tabaco se pretende evitar que las nuevas generaciones se enganchen en el vicio. 

“Los jóvenes que cumplen 14 años en el 2022 nunca podrán comprar tabaco legalmente”, dijo. 

El doctor Verrall de seguro no es fumador. Ya veremos casos de mujeres y hombres que naden hasta Australia, en desafío de tiburones y pulpos gigantes, con tal de comprar su dotación de pitillos. 

¿Qué pasaría si entre nuestros menguados legisladores algún valiente o alguna valienta se fajara el pantalón o la falda para introducir una legislación que limitara gradualmente la mortífera dependencia? 

Hasta Timbuktú habrían de escucharse los rugidos, los lamentos y las pataletas de los defensores de las libertades individuales. “¡Vacunas no… cigarros sí!”, podría ser un grito de guerra. “¡Chacuacos mexicanos unidos… jamás serán reprimidos!”, otro. 

El doctor López-Gatell tendría otra espléndida oportunidad para sus atinados vaticinios. Imaginemos al Subse en la conferencia mañanera explicando cómo México, con 63,200 muertos al año por consumo de tabaco, es un ejemplo de eficacia sanitaria cuando en el mundo son más de ocho millones los decesos achacados a la hierba, siete directos y un millón 200 como daño colateral. 

Quizá para lavarse un poco la conciencia, el 14 de diciembre y ya con las maletas hechas para salir cual tapones de sidra al merecido descanso tras agotadoras sesiones legislativas, nuestros Patres Patriae aprobaron un “proyecto de decreto” que prohíbe cualquier tipo de publicidad sobre productos de tabaco y definirá “espacios libres de humo”. 

¡Bravo! El parto de los montes: Parturient montes, nascetur ridiculus mus. 

El cigarro es el único producto que garantiza por escrito su peligrosidad y que cada día se vende más. Incluso personas cuidadosas, de las que leen con lupa la letra pequeña de los contratos, que tiran a la basura las latas caducas y corren a la procuraduría del consumidor a la más leve sospecha de que están siendo afectados por malévolos comerciantes, a la hora de echarse un humo apartan la vista de las advertencias en las cajetillas, incluso las que presentan una calaca con huesos cruzados. 

Participé en una conferencia junto a una mujer de gran inteligencia que no dejó en paz una cajetilla con el letrero “Fumer tue” -que en el idioma de Víctor Hugo significa “fumar mata”. Hicimos conversación.  

Llevé a cabo un ensayo social y pregunté si estaba de acuerdo en que el uso del condón es pecado y lleva al infierno. Me miró de arriba abajo y con voz ronca espetó, “¿Está usted loco? ¡No usarlo es peligrosísimo!” Luego encendió otro cigarro, sin duda para atenuar la impresión causada por mi imprudente interpelación. 

Conocí a un señor, arquitecto de profesión, miembro de una acaudalada familia regia, que guardaba cajetillas en lugares inverosímiles para nunca correr el riesgo de quedarse sin cigarros. 

“Lo único que me falta”, me confió, “es fumar en la regadera… pero ya estoy trabajando en un método para ello”. 

Un cercano camarada sufrió un infarto cerebral. Después de meses de angustia, terapias y enorme gasto, recuperó algo de movilidad. Acudí a visitarlo. Me pidió que lo acompañara a caminar un poco. Salimos a la calle. En la esquina entró a un estanquillo y compró cigarros. 

Hay en la condición humana misterios que escapan a mi comprensión. Por ejemplo, que una mujer tenga seis hijos con el tipo que la golpea desde la noche de bodas; o que un hombre con doctorado soporte humillaciones públicas de un jefe que no terminó la prepa; o que trabajadores especializados se dejen conducir como ovejas por zafios transmutados en líderes.  

Parecería que la estupidez es uno de nuestros descriptores. En el aeropuerto de Singapur hay un depósito de basura con un enorme cartel que en todos los idiomas invita a tirar cualquier estupefaciente antes de pasar la aduana, pues en ese país el consumo y tráfico de drogas amerita pena de muerte.  

“Y pese a ello”, me dijo un guardia, “todos los días llegan dos o tres que creen que pueden burlarnos, je je je”. 

Además del mal aliento, la dentadura destruida y la carraspera, el tabaco es causa de cáncer en laringe, pulmón, boca y estómago; presión alta y cardiopatías. Y a quien le parezca sensual presentarse a la Bogart en la cita amorosa, resulta que contrario a la fantasía cinematográfica, el cigarro es un eficaz inhibidor de la libido, además de –ojo señoritas y señoras- causa eficiente la aparición de arrugas prematuras. 

Pero digamos que es usted un anacoreta o un cartujo y que lo erótico le vale un cacahuate. Entonces quizá le impresione saber que cada año mueren en el mundo más seres humanos por causa del tabaco que por la combinación de Sida, alcohol, sobredosis de drogas, asesinatos, suicidios, incendios y accidentes aéreos y automovilísticos.  

Millones de personas literalmente hechas humo. Tan sólo en Estados Unidos, en donde tienen cifras muy confiables, se estima que han perecido más fumadores que soldados en todas las guerras en que ese país ha participado en la historia. Y los gringos han estado en muchas. 

Y si esto tampoco le importa, entonces tal vez le interese saber que, si en lugar de haberse fumado dos cajetillas diarias durante más de veinte años hubiese utilizado ese dinero en comprar acciones de las grandes tabacaleras, ahora mismo podría jubilarse con una pensión millonaria.  

¿Le vale? Bueno, por lo menos cuando fume hágalo alejado de quienes no lo hacen, especialmente de los niños, porque se ha demostrado que los fumadores pasivos también estamos propensos a terribles enfermedades. 

Quizá lo único positivo acerca del cigarro -además de las enormes fortunas que ha dado a unos cuantos- es su acción esencialmente democrática.  

La hierba no discrimina. De cáncer por tabaco mueren por igual viejos, jóvenes, bellas, feas, pobres, ricos, famosos y anónimos, periodistas, políticos y columnistas.  

Recuerdo el caso de Peter Jennings, el notable conductor de ABC News llamado “la voz del mundo”: entregó el equipo víctima de cáncer pulmonar a los 67 años. Y eso que hacía 20 había dejado de fumar.  

 

 

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