Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas

Un agrimensor que debe llegar a un castillo al que supuestamente ha sido llamado a trabajar. Un castillo inalcanzable y una vida pueblerina que se llena de la existencia de un castillo y sus habitantes, condimentada con la llegada del forastero agrimensor, quien nunca logra entrar al castillo.

Este es en síntesis, el argumento de El Castillo de Franz Kafka, a quien se ha considerado el depositario por excelencia de una imaginación vecina al absurdo, al extremo de que ha derivado en un adjetivo para describir situaciones incoherentes, despropósitos o extravagancias, así como una que otra obra o decisión del mundo de la política.

Los contertulios de la Zona Rosa a mediados de los setenta utilizaban invariablemente un cliché chocarrero para coronar sus análisis de los acontecimientos políticos: “Si Kafka viviera, sería un escritor costumbrista mexicano”.

Sostengo que todos los autores, en mayor o menor medida, escriben para alguien, nunca exclusivamente para sí mismos. Lo sostengo particularmente en el caso de Kafka, pues su propio albacea literario nos dejó suficientes evidencias de ello.

En efecto, Max Brod refiere una conversación con su querido amigo en la que este le da instrucciones precisas sobre el destino de sus textos. Uno o dos pueden ser publicados, le dice, pero otros (la mayoría) deben ser quemados al instante siguiente de su muerte.

Brod responde que lo quiere profundamente, pero que en definitiva no piensa cumplir tal instrucción. Como supongo que Franz no habría estado tan enfermo como para no haber puesto él mismo sus papeles esa noche en la chimenea, deduzco que su verdadero y profundo propósito era limpiar su conciencia y trasladar a su amigo la responsabilidad de dar a conocer la obra.

El simbolismo en la obra de Kafka ha sido ampliamente estudiado. Se ha dicho que el castillo representa la inutilidad del esfuerzo humano o los esfuerzos del hombre por conocer la divinidad.

Sin embargo, la percepción de una obra literaria como la de Kafka, desde esta óptica, se ve disminuida porque reduce considerablemente el valor de la creación de una obra tanto en la técnica como en el contenido.

Cierto que existen pasajes que parecen cuadros de fábula, como cuando en un pasaje el personaje “Olga” explica que la frase “que te vaya bien como a un sirviente” es una bendición entre los funcionarios, porque hace referencia al bien vivir de los lacayos del castillo, quienes parecen ser los verdaderos amos.

La lejanía que adquiere el castillo y todo lo que en él habita, lo despoja de su carácter humano. La presencia de los sirvientes del castillo no hace pensar sino en las virtudes y defectos de los hombres: las primeras han de ser cultivadas y los segundos dominados.

Muchos pasajes de la novela dan lugar a este tipo de reflexiones. Sin embargo, se antoja un tanto ocioso dar rienda suelta al análisis simbólico. Porque más allá de la teoría literaria, considero que toda lectura debe pasar por el tamiz del contexto individual y social del lector. Es entonces cuando la parte simbólica de una obra literaria adquiere sentido.

Mucho más importante me parece el sentido que adquiere en la obra de Kafka la imaginación, la locura, el sueño, el absurdo o lo surrealista, bajo un manto de realidad. Considero que refleja el tipo de creación que la Europa que transita entre los siglos XIX y XX estaba preparada para asumir, aun con la novedad que esta obra significara.

Esta afirmación resulta válida si contrastamos esta literatura con la producción latinoamericana que se inscribe en la corriente de lo real maravilloso. García Márquez, Alejo Carpentier o Cortázar no justifican el contexto de lo absurdo, simplemente lo presentan al lector.

Un personaje que escupe conejos en el Bestiario de Cortázar, no requiere presentación, justificación o marco: simplemente se hace la propuesta en bruto al lector.

Y en “Casa tomada”, la casa va hacia sus moradores, quienes deben ir arrinconándose para ceder a la amenazante vivienda. Simbolismo o ejercicio de imaginación, no importa: la forma de presentarlo al lector es diferente.

El alarde del absurdo que significa la vida en Macondo simplemente está allí. Quizá una de las mejores lecciones que nos dio la irrupción de este tipo de exitosa literatura es que las sociedades latinoamericanas tenían el adecuado nivel de maduración como para recibir y apreciar esta evolución de la narrativa.

Los escritores latinoamericanos confiesan ser hijos de la literatura europea y estadounidense, pero supieron dar a sus lugares de origen obras locales con valor universal. Con toda seguridad en este punto reside el valor del mismo Kafka, Joyce, Guide o Proust, quienes hicieron excelente literatura para sus sociedades, que significaron al mismo tiempo una revolución en el plano universal.

Refuerzo esta apreciación con los múltiples señalamientos que encuentro sobre Kafka como un ser torturado, enfermizo, solitario, depresivo y con una personalidad ansiosa que, como consecuencia, producía obras angustiosas y opresivas.

Sin embargo, la lectura y relectura de la obra de Kafka no parece sostener tales características en una individualidad angustiada. Incluso me atrevo a suponer que la reclusión por la enfermedad genera una forzada imagen de solitario y torturado, pero no debe haberlo sido tanto, si sabía disfrutar tan ampliamente de la compañía femenina, placer que ni siquiera su enfermedad canceló.

Resulta más consecuente considerar que la literatura de Kafka fue recibida por una sociedad sombría y angustiada, por una Europa que se debatía en múltiples guerras, internas y externas, hasta adquirir las dimensiones que alcanzó en 1915 con el inicio de la Primera Guerra Mundial.

Mientras Kafka dirige su ejercicio de imaginación hacia una sociedad que puede soñar con castillos en los que se requieren los servicios de un agrimensor, cincuenta años después los imaginativos escritores latinoamericanos se dirigen a una sociedad que lucha contra la pobreza, con su condición de dependencia política y económica, pero que se permite un gran espacio para la risa y la alucinación, incluso para reírse de sí misma.

Creo que como en el periodismo, la literatura florece mejor en el conflicto. No hay espacio noticioso en el mundo dedicado a informar que todo marcha en orden, de la ausencia de novedades o de lo positivo de la vida.

Del mismo modo, hemos ganado nuestra herencia literaria gracias al conflicto, tanto en las historias que nos ofrece la narrativa como gracias a la personalidad de los autores que la han producido.

¿Kafka un hombre medio, mesurado, tranquilo y buen ciudadano? Con toda seguridad no sería el autor de la obra que conocemos. Solitario por enfermizo, tal vez. Genio creativo heredero del desencanto europeo, con toda certeza. ¡Vivan los problemas!

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