11 de febrero: el principio del fin

Alejandro Rodríguez Cortés

Alejandro Rodríguez Cortés*.

Hay fechas icónicas en la cronología de vidas individuales, familiares, de naciones y de gobiernos. Un nacimiento o una muerte; una transición democrática o un golpe de Estado; una refundación o una catástrofe.

Andrés Manuel López Obrador construyó su proyecto de Nación sobre el sofisma de que el gobierno que encabezaría pasaría a la posteridad como la continuación de momentos estelares de nuestra historia oficial: a la Independencia, la Reforma y la Revolución mexicanas seguiría una supuesta cuarta transformación cuya figura estelar sería él mismo, faltaba más.

Narcisista por definición, soberbio por vocación, López Obrador despreció y desafió a la historia al querer convencernos de que la democracia llegó a México con él. No le importó el 2 de octubre de 1968, ni la primera alternancia estatal de 1989, ni la reforma política de 1996 o las transiciones de 1997 y 2000. No. Sus propias fechas mágicas sólo tienen que ver con él: un supuesto y jamás probado fraude en 2006 y el triunfo electoral de 2018, año en que iniciaría su ascenso a los altares de la patria.

El presidente olvidó un pequeño gran detalle: sus decisiones irían marcando nuevas referencias en el calendario que no corresponderían con sus complejos de grandeza. Así, octubre del mismo 2018 quedó marcado por la decisión económica más estúpida en la historia de la Humanidad (Financial Times dixit) cuando canceló la obra pública del nuevo aeropuerto mexicano. Contra lo que prometió solemnemente, el 2 de diciembre de ese mismo año amanecimos exactamente igual ya con él en el poder. Y el inicio del 2020 fue marcado por su incapacidad e indolencia en la atención de la pandemia.

En el inter, el legítimo mandatario de los 30 millones de votos dilapidó recursos para mantener voluntades y simpatías, al tiempo de ejercer un inmenso poder que destruyó instituciones, controló la agenda pública y minimizó la disidencia, mientras que cientos de miles de mexicanos morían por la violencia de un crimen organizado sin control, por un virus que jamás fue tomado en serio por las autoridades sanitarias nacionales, o por la escasez crónica de medicamentos en el Sistema Nacional de Salud. Todo, responsabilidad directa del presidente.

Pero ésta es una historia de paradojas, en la que esa responsabilidad no minó la popularidad presidencial, como no lo hicieron las imágenes de los hermanos López Obrador recibiendo sobres llenos de dinero, o de cercanos colaboradores casatenientes cuya justificación siempre fue que “el PRI robaba más”.

Sin embargo, ha llegado un golpe demoledor que, como la casa blanca de Peña Nieto, tiene que ver también con una vivienda, ésta de color gris, habitada por el primogénito del presidente de la República en funciones.

Y aquí lo importante no es ni el periodista que publicó la información, ni siquiera el reportaje mismo, sino la reacción presidencial. A poco más de la mitad de su gobierno, es Andrés Manuel López Obrador quien ha terminado de fijar su destino.

El 11 de febrero de 2022 el tabasqueño cruzó una línea que ni los más pesimistas agoreros del desastre de su gobierno creímos que cruzaría: la de la ostensible ilegalidad de cometer un delito para defenderse. El asunto va más allá de Carlos Loret de Mola o de la asociación Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad: el presidente violó la Constitución que juró cumplir y hacer cumplir. Abusó de su poder y usó al Estado que encabeza para arremeter contra un particular que osó desafiarlo a pleno derecho. La reacción inmediata de rechazo generalizado es inaudita y asombrosa.

Por eso creo que esa fecha marcará el principio del fin de lo que será una oscura etapa de la historia nacional: la del autócrata que quiso ser “alteza serenísima” y terminará por ser una lección de lo que no debemos permitir ni siquiera en aras de la esperanza por un futuro mejor, que sin duda merecemos.

 

*Periodista, comunicador y publirrelacionista.

@AlexRdgz

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