Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

A unos cuantos días de haber iniciado, la invasión rusa en Ucrania ya nos ha enseñado muchas cosas. No sólo sobre geopolítica y sobre la distribución que guarda hoy el poder en el planeta, sino también sobre otros ámbitos del pensamiento y la acción humana. Hablo, por ejemplo, del periodismo, de la libertad de expresión en redes sociales y de los intereses a los que obedecen los ideólogos del sistema como Samuel P. Huntington con su obra ¿El choque de civilizaciones?  o Francis Fukuyama con su pragmática visión en El Fin de la Historia y el último hombre por mencionar a los herreros insolentes de esa mirada de la sociedad actual. Pero también de la forma en que como sociedades entendemos valores como la solidaridad y la empatía o el sentido de la guerra y la paz. Incluso hasta pienso a veces que hay guerras de primera y de segunda.  Los distractores son todos para darle el mayor de los espacios a la pulsión de muerte que sin duda por muchos sentidos es atractiva y fructífera, pues es la misma que la del consumismo, aunque deshumanice aún más a los habitantes de la llamada sociosfera.

En el mundo de hoy, no hace falta una guerra más para recordar los odios y la enorme violencia que como especie seguimos cultivando. Los ejemplos de las profundas divisiones en las que sustentamos nuestro actuar primitivo saltan a la vista. Distintas naciones no están oficialmente en guerra y aun así experimentan día con día la pérdida atroz y violenta de cientos de sus habitantes. Distintos grupos, sin ser entendidos como nación, son impunemente vejados constantemente sólo por el hecho de ser percibidos diferentes como dijera Julia Kristeva: “extranjeros para nosotros mismos”.

Además de las acciones, tenemos también las omisiones. Porque los ejemplos de indolencia brotan igualmente por montones, a lo largo y ancho del mundo, frente a enormes tragedias humanitarias, frente a la pobreza, el hambre y la discriminación. Desde el privilegio, los grupos más acomodados de la especie ven, sin mover un solo dedo, a los más pisoteados mantenerse en un abismo de desigualdad.

La propia pandemia de COVID-19 fue un ejemplo de indolencia. La indolencia de las autoridades mundiales que, teniendo noticia del virus que venía, prefirieron mantener su maquinaria andando a toda prisa. La indolencia del que fue incapaz de tomar una sola medida contra la propagación, sabiendo que miles morían a diario a causa de lo que unos consideraban “una simple gripa”. La indiferencia de una sociedad hacia sus médicos, la indiferencia de los gobiernos hacia sus gobernados, la indiferencia de la abundancia de los ricos hacia la desprotección de los pobres.

No, no hace falta un recordatorio de la crudeza con la que los individuos y grupos de nuestra especie nos damos la espalda los unos a los otros. Sin embargo, lo que sí resulta novedoso es la facilidad con la que tergiversamos y trastocamos estructuras más complejas en las que se supone está basado el ideal de democracia. Parece que defendemos férreamente los valores de la libertad y la justicia siempre que nuestros intereses así lo determinen, pero que los enterramos dos metros bajo tierra tan pronto nos dejan de ser útiles.

Una muestra clara de ello es el papel que, de un momento a otro, han dejado de ocupar algunos países en el imaginario del gobierno estadounidense. Hace unos cuantos días. Hoy, que las piezas del juego petrolero se han movido radicalmente de lugar.  Personalmente, señalo la superficialidad y la ligereza con la que los Estados Unidos pasan de tildar a un gobernante de autócrata a un gobierno serio y respetable.

Pero los gobiernos no son los únicos que actúan con esta doble vara. Las grandes empresas de medios, y también las pequeñas, mostraron sin vergüenza su verdadero ser desde los primeros días de la invasión. Más allá del necesario análisis político que debía hacerse en las pantallas y los diarios, se entregaron por entero a los prejuicios, al racismo y a la discriminación. De pronto, absolutamente todo lo ruso se volvió perverso, en un juego que, de haber ocurrido contra otra nación en tiempos de paz, nos habría parecido inaceptable.

Las sociedades europeas se mostraron igualmente engañosas. Todo el desprecio con el que han recibido a refugiados de naciones árabes y africanas no se hizo presente esta ocasión. Claro que no pienso que los ucranianos lo merecieran, como no pienso que todas las otras personas migrantes deban soportar ningún tipo de vejación y maltrato por el solo hecho de salir de sus países escapando de la violencia, de la pobreza y, sí, también de la guerra. En esos países donde han tratado con la punta del pie a otras personas que solicitan asilo, hoy se hace maroma y media para recibir a quienes escapan de la invasión. Ojalá que esta solidaridad se muestre en el futuro, cuando quienes escapen no sean de piel blanca.

Finalmente, las redes sociales también se mostraron desnudas como el emperador. Las empresas detrás de ellas recordaron que su compromiso no es con la libertad de expresión, sino con el capital de sus dueños. Una enseñanza que no deberíamos olvidar, porque cada vez les cedemos mayor importancia en el ejercicio de nuestros derechos, sin darnos cuenta de que ellos no son Estado alguno, sino enormes corporaciones que hoy regulan información que ningún gobierno autócrata se había ni siquiera atrevido a soñar.

Apenas unos cuantos días de invasión han servido para que los distintos actores sociales muestren sus verdaderos colores. Y mientras tanto, son los civiles, la gente de a pie, los que pagan las cuentas de estos juegos de poder.

 

Manchamanteles

Ciertamente las guerras son momentos de definiciones. Hoy, frente a la invasión rusa, los poderosos se definen como lo que siempre han mostrado ser: oligarcas que no ven más que por su propio bien y el de sus bolsillos.

 

Narciso el obsceno

Cuando Narciso se describe como “una buena persona” o “alguien digno de confianza y credibilidad” es momento de huir y dudar de las buenas referencias.

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