Alejandro Rodríguez Cortés*.
La política es, en su concepción más pura, el ejercicio para buscar el bien común o mayormente común. Sin embargo, es algo que se ha manoseado porque tiene que ver con un elemento que la desvirtúa: el poder.
“El poder los hace iguales”, dice un lugar común cuando se refiere a cómo quienes ejercen la política desde cargos de poder sucumben a las mieles de la corrupción, del tráfico de influencias, del enriquecimiento ilícito o incluso a de la más profunda descomposición del ejercicio público en cargos de elección popular: la obsesión por mantenerse allí aunque las leyes no lo permitan.
Andrés Manuel López Obrador es un animal político e hizo política desde muy joven para buscar el poder. Cuando lo tuvo, buscó mantenerlo, y cuando no lo logró después de gobernar la ciudad de México se sirvió de la propia política para sobrevivir -literalmente hablando- y luego ganar justamente el poder máximo al que aspiraba.
Instalado en Palacio Nacional, el presidente de la República repite constantemente que el poder es una virtud cuando se pone al servicio de los demás, y acompaña esta perorata con políticas públicas asistencialistas que lo han dotado de una inmensa popularidad que, me parece, usa para buscar un objetivo ulterior: preservar el poder lo más posible.
No importa que el país combine estancamiento económico con índices de criminalidad históricos y un sistema de salud destruido. Poco cuentan los muertos por la pandemia y por la autoinfringida escasez de medicamentos. Qué más da si el único logro real que puede presumir la mal llamada Cuarta Transformación -el aumento del salario mínimo- hay sido ya totalmente aniquilado por la mayor inflación en 21 años.
No. Lo importante es la política, que en este caso no ha abonado precisamente al bien común, como hacen evidente 10 millones de pobres más en nuestro país. México no es ya una economía vigorosa en el mundo global, ni cuenta un sistema eléctrico competitivo, ni ejerce una política energética robusta y productiva, como tampoco opera un sistema laboral moderno y productivo.
Solo prevalece la política, entendida como la preservación de una imagen presidencial cuasi divina forjada en la transferencia ilimitada de recursos fiscales a fondo perdido. Difícil luchar contra eso y contra quienes piensan por ello que su líder no tendría por qué irse de su Palacio ni ahora ni en 2024.
López Obrador critica que la política se convierta en “politiquería” y eso es justo lo que hace todos los días: no le interesa mayormente el bien común, porque ello implicaría atender las necesidades de mucho más de la mitad de la población que no estamos de acuerdo con él. Hace propaganda y polariza para mantener su recia base de apoyo.
El supuesto demócrata que nunca ha aceptado una derrota electoral propone para sí mismo una revocación de mandato, pero sólo para buscar una ratificación que sin duda llegará. Pero ésta será insuficiente y la culpa será del INE, al que habrá de destruir según la visión presidencial para dar paso a elecciones que mucho se parecerían a una votación a mano alzada en la plaza pública, como las que hacía el hoy mandatario cuando era oposición, y como las consultas que -ya electo presidente- cancelaron un aeropuerto y ahuyentaron la inversión.
El mentiroso salvador de la soberanía energética somete a 4 jueces supremos para regalarse un triunfo político en un asunto económico y ambiental. El pastor de la mayoría legislativa presiona al voto por consigna y no más. El aspirante a autócrata le mide el agua a los camotes para buscar el camino de esa perversión del poder que se convierte en obsesión: mantenerlo, preservarlo, aunque sea a través de alguien más. Como lo hizo el viejo PRI durante más de 70 años.
Le queda poco tiempo. Por eso se radicaliza más y por eso es aún más peligroso. Ya lo he dicho: los meses por venir serán difíciles.
Por vacaciones de primavera, esta columna volverá a publicarse el próximo 27 de abril.
*Periodista, comunicador y publirrelacionista
@AlexRdgz
