Alejandro Rodríguez Cortés*.
A dos años de distancia, el presidente Andrés Manuel López Obrador decidió abrir sus cartas para la sucesión presidencial. Se la juega con una tercia que bien pudo haber sido un póker. Me explico.
Es obvio que la favorita del tabasqueño para que lo suceda en el poder es la jefa de gobierno de la ciudad de México. Claro, Claudia Sheinbaum le garantiza lealtad y hasta sumisión absoluta en un eventual maximato político que simplemente trasladaría las decisiones de Palacio Nacional hacia un rancho chiapaneco de cuyo nombre no quiero acordarme.
El brutal desgaste de la mandataria capitalina hace lógico un “plan B” que tiene como protagonista al secretario de Gobernación, Adán Augusto López Hernández, también cercano a los afectos pejistas y sin pasivos políticos como la escuela Rebsamen, la Línea 12 del Metro o la palmera y el ahuehuete secos.
En cuanto al tercer as de la mano presidencial, tenemos a un Marcelo Ebrard con mucho más talento y oficio que los otros dos, quien se niega a romper con el líder de la mal llamada Cuarta Transformación, así sea temporalmente y -estoy seguro- sabiendo que él no será el elegido. La ruptura llegará tarde o temprano, a no dudar. Pero mientras tanto, el mandatario ahí lo mantiene.
¿Por qué López Obrador incluye al canciller para legitimar su juego sucesorio y excluye de él a otra figura de altos vuelos políticos como es el senador Ricardo Monreal? Vaya pregunta, que los apologistas del régimen se responden con supuestas traiciones del pastor mayor de los morenistas en la Cámara Alta.
Si el exgobernador zacatecano operó o no en contra de Morena durante la elección intermedia de 2021 me parece un falso debate. En realidad el presidente opera una vez más en contra de Monreal como lo hizo hace 7 años cuando le cerró el camino al gobierno de la CDMX a fin de abrirle paso a Sheinbaum, quien de nuevo es y será su preferida para “la grande”.
Político profesional que es, Monreal amagó su rompimiento en 2017 y luego negoció con el macuspano su continuidad a cambio de contender por un escaño en el Senado y asegurar la presidencia de la Junta de Coordinación Política, lo que le ha dado altos réditos políticos a Palacio Nacional. Y sí, en efecto, durante la primera mitad del sexenio se repitieron consuetudinariamente encargos legislativos plenamente cumplidos y hasta afables desayunos en el despacho presidencial.
Pero eso quedó atrás. El presidente desecha a su principal operador y prefiere asumir riesgos a mi juicio innecesarios por lo que Ricardo Monreal representa: él prefiere y sabe hacer política, entendida por buscar acuerdos y no erizar un escenario nacional ya de por sí profundamente polarizado. Es una apuesta arriesgada, porque el legislador desplazado cuenta con identidad propia y apoyos suficientes para mantenerse en la palestra en vez de simplemente tirar la toalla y sucumbir ante la poderosa embestida del poder central.
Los activos de Ricardo Monreal le alcanzan para una remota pero no descartable posibilidad de que sea postulado por uno o incluso varios partidos a la presidencia de la República. Pero de no ser éste el caso, hay varios escenarios en el futuro inmediato: desde buscar la presidencia de la Mesa Directiva del Senado y jugar desde ahí un contrapeso al obradorismo que sea definitivo y definitorio en 2024, hasta participar en una alianza antioficialista que paralelamente a la elección presidencial lo hiciera, por ejemplo, candidato a jefe de gobierno de la capital del país.
¿Por qué el presidente subió su apuesta y acepta el riesgo de echarse en contra al monrealismo, otrora eficaz aliado? Me parece que la explicación pasa por los complejos de Andrés Manuel López Obrador y su inmensa soberbia y necedad.
O simplemente olvidó que Ricardo Monreal no es un subordinado, como sí lo es Marcelo Ebrard, por el momento. Aunque los dos han sido, a no dudar, lo único rescatable de la 4T, si hablamos de capacidad, visión de Estado y oficio político.
*Periodista, comunicador y publirrelacionista.
@AlexRdgz
