El espacio como factor social

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

“La rutina y los lugares comunes han hecho que el hombre olvide la belleza natural de «moverse en el espacio», de su movimiento consciente, de esos pequeños gestos”

Lina Bo Bardi

Estamos habituados a los límites del espacio que se marcan en nuestro día a día. Tenemos muy claro o, mejor dicho, creemos tenerlo, cuáles son los ámbitos públicos y privados, cómo deben ser los lugares de encuentro con otros seres humanos para convivir, intercambiar bienes o contratar servicios. Pero el espacio no es únicamente un factor físico, sino ante todo una construcción social que se corresponde con las necesidades de grupos y tiempos determinados, por lo que reflexionar en torno a él nos permite dar cuenta de los preceptos de nuestra sociedad. Hay ciertos principios que nos parecen lógicos, pero no es así. Por ejemplo, en la Edad Media no existían las habitaciones propias para la mayoría de las familias, razón por la que adultos y niños compartían los mismos espacios, incluso las mismas camas, a veces hasta con los animales. De la misma manera, hay culturas donde la diferencia entre lo público y lo privado simplemente no existe, siendo el espacio natural un ente en sí mismo.

Aunque demos por sentado las condiciones de la división espacial, la existencia de lugares específicos para actividades específicas donde no siempre se admite a todos los miembros sociales, lo cierto es que el espacio es producto de una larga historia de transformaciones donde el pensamiento de una sociedad o época incide en su constitución. El espacio urbano es distinto del espacio rural: en las grandes ciudades, las distancias se miden por calles, por minutos en el transporte público o privado: la distancia entre el sur y el norte de la ciudad de México es variable si el tráfico apremia o si una manifestación se ha puesto en el camino. Existe una conciencia del “arriba” marcado por los pisos de un edificio, y del “abajo” por los niveles de un estacionamiento o estación de tren. El espacio rural tiene, en cambio, sus propios factores, a menudo las distancias se miden por los montes o sembradíos que separan un pueblo de otro, la altura por los cerros y colinas o en función de los cambios climáticos que transforman la manera de trasladarse, ensanchando un río o secando un pastizal.

Es decir, la relatividad del espacio tiene que ver con los tiempos de traslado, con lo que se encuentra entre un punto y otro, la facilidad de acceder a un lugar o de mirarlo desde una perspectiva plana, con la relación entre lo natural y lo artificial. Un kilómetro no siempre es una medida capaz de dar cuenta de la espacialidad, puesto que socialmente es preciso reconocer la espec0ficidad de cada situación: es diferente un kilómetro viajando en avión, metro o taxi, un kilómetro recorrido a pie en medio de la sierra, nadando o a través de un bosque. La espacialidad es, en este sentido, un factor que conecta a las personas con el entorno natural y social y a partir de él se puede considerar el lugar en el mundo de una persona o cultura con respecto a las demás. En el espacio se desarrolla la vida social.

Por esta razón, el espacio, a pesar de que lo demos por sentado habitualmente, debe ser retomado con una perspectiva crítica y política que nos conduzca a preguntarnos cuáles son sus límites y qué problemas devienen en torno a lo público y lo privado. A pesar de que la modernidad y la posmodernidad han apostado por la individualidad como el factor clave de la vida social, lo cierto es que el constructo de lo privado no puede entenderse sin la vida pública y las acciones comunitarias. Es cierto que en las grandes ciudades es común favorecer la vida en el espacio privado, dado que las sociedades diversas no poseen el nivel de cohesión e identidad de las comunidades más pequeñas, muchas de ellas históricamente conformadas, como lo es el caso de los grupos indígenas, religiosos o gremiales.

Sin embargo, en todos los ámbitos, ya sea que se tenga conciencia o no, la espacialidad es un factor social y el uso del espacio público es vital. No se trata únicamente de las manifestaciones o reuniones con fines políticos, sino y, sobre todo, de las acciones cotidianas que, desde un punto de vista antropológico, dan sentido a las relaciones sociales: cuando se asiste a un partido de fútbol, a una plaza o cine, cuando se hace uso de los parques, museos y espacios recreativos, cuando se va a la plaza o se transita por un tianguis. Todos estos hábitos suponen roles, poderes, identidades, pertenencias e incluso conflictos.

El conflicto es uno de los indicadores más importantes del saludable uso del espacio. Por ejemplo, cuando las mujeres no pueden transitar la misma calle de noche que de día, o  de pronto a ninguna hora a solas, aunque estén apenas a las afueras de su casa, se manifiesta una condición violenta del espacio. Ese peligro, del que desde el patriarcado se les culpa a ellas por exponerse, es un indicador de cómo se concibe la sociedad a sí misma, de los roles aceptados en la conciencia colectiva y de cuál es el papel de la sociedad y el Estado ante las víctimas y sus derechos. Lo mismo podemos decir de las minorías de género a quienes se culpa de las agresiones sufridas por el hecho de salir a la calle exponiendo su identidad, o del abuso a menores en los espacios donde deberían estar a salvo, siendo en muchos casos los mismos centros educativos.

Así que, si bien, el espacio puede ser recreativo y parece imposible aislarse de lo público, sobre todo porque vivir en un modelo de vida autosustentable e inconexo suena a sueño literario; lo cierto es que el espacio también puede ser agresivo, violento y avasallador. La mejor manera de combatir ese peligro es volver a adueñarnos del espacio público de manera colectiva y consciente. Presionar a los poderes de todos los niveles para que garanticen la seguridad ciudadana, de tal manera que dejen de existir esos lugares a donde no se puede acceder, horarios en los que no se puede salir, y prácticas a evitar. Se trata, sobre todo, de transformar los prejuicios de quienes culpan a las víctimas y resolver el problema de fondo.

Además, hoy formamos parte de una nueva espacialidad, pues el espacio virtual es también interacción social y cada vez más, la intimidad se convierte en extimidad. Quedan pocos modelos que garanticen la división entre lo público y lo privado y la web 2.0 está definida por la interacción entre usuarios, por lo que construir prácticas de interacción saludable es también un problema del espacio social: la contaminación visual, los mensajes que incitan al odio, las noticias falsas, el acoso en redes y demás fenómenos parecidos, desatan una conflictividad y violencia exacerbadas, pues sus actores se respaldan en la distancia física e incluso el anonimato para justificar cualquier tipo de acción. El uso consciente de las herramientas de la virtualidad, poder contar con el consentimiento de los implicados al exponer la privacidad, tomar responsabilidad de las opiniones vertidas y el contenido que se comparte, son factores que podrían generar un uso del espacio más saludable y socialmente constructivo.

Manchamanteles

Murió esta semana el museógrafo, historiador y gestor cultural, Miguel Ángel Fernández, maestro entre maestros de ese tan exquisito quehacer.  Vaya mi pésame para la comunidad del INAH y para mi Báez, su alumna. Hace poco el maestro plasmó su experiencia en el libro Medio siglo, donde además retrata la vida museística de las últimas cinco décadas en las que fue actor principal. Dejo aquí las palabras de mí entrañable amigo el historiador Salvador Rueda: “Fue de esas personas a las que le debemos lo que hoy somos, pero que no pensamos en agradecerles (idea de Javier Cercas, Los soldados de Salamina). Lo que me permite ser director de un museo mexicano como el Castillo de Chapultepec, se lo debo al Prof. MAF como lo conocíamos todos”.

Narciso el obsceno

Oscar Wilde sabía que narcisismo y sabiduría no son buena combinación: “Quienes han tenido una buena crianza contradicen a otras personas. Quienes son sabios, se contradicen a sí mismos”.

 

 

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