Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas

Han pasado 54 años, pero el recuerdo de ese día está vivo en mi memoria.

Son pasadas las tres de la madrugada y estoy en la acera frente al Kiko’s de la avenida Juárez, en el centro de una bandada de alumnos de la Prepa Dos. 

Venimos en zigzagueos y a brincos desde el Zócalo en busca de cobijo. Nuestra idea fija es llegar al amanecer y a la corrida de los camiones “Bellas Artes – CU” que llevan a territorio libre y seguro. 

Se ha corrido la voz del episodio de Tlatelolco y el miedo transpira en los rostros. Se habla de cientos de muertos y de cadáveres apilados en un auditorio en Zacatenco.

Estoy al lado de Rubí, enfundado en la trinchera pringosa que llevará hasta su último día un par de años después, con las venas reventadas por la hierba, las píldoras y el alcohol que un día aparecieron facilitadas en un zaguán del callejón del Licenciado Verdad. Sus ojos verdes a medio abrir tienen destellos gatunos. 

Me fijo en una chica que se unió al grupo en Santo Domingo. Tiene las manos manchadas de la pintura con la que estuvo estampando consignas en las mantas para el mitin de Tlatelolco. No dice su nombre. No es muy alta. Tiene el pelo desordenado y me dirige una sonrisa torcida. 

Hay una discusión sorda: ¿avanzar por Bucareli hacia el mercado y ahí esperar, o caminar por Reforma al parque de La Madre y mezclarnos con los vagos y catarrines que tienen ahí su refugio? 

De pronto un tropel aparece por Iturbide. Se desplaza velozmente. Un pelotón que agita fusiles le pisa los talones. 

Otros soldados cierran el paso desde la Avenida Juárez. Las cuadrillas arrinconan a los jóvenes contra los cristales de la librería Porrúa. Las culatas de los mosquetones caen rítmicamente, casi en silencio, sin emociones, sobre cuerpos que se desmoronan en las baldosas. 

Gritamos, más para aliviar nuestro propio miedo que para detener la golpiza. Varios fotógrafos de prensa se han aproximado y observan la escena impávidos, con las cámaras inertes colgando al cuello. 

Me acerco. Los enfrento. Los acuso de que no registran la alevosía porque son parte de la prensa vendida. No tengo conciencia de mi imprudencia y no me percato de que ninguno de mis camaradas me acompaña en la diatriba contra los informadores.

Alguien me avisa que los verdes ahora se dirigen a nuestro grupo. Me alejo a paso veloz y me detengo en la esquina, desde donde veo que el oficial al mando interroga a los fotógrafos. 

Uno de ellos -alto, tez blanca, pelo gris engominado, traje bien cortado y compostura fuera de lugar en aquel escenario- me señala y le dice algo al militar, quien rápidamente se desprende en mi dirección. 

Lo que está a punto de suceder me pega como un rayo. Corro como nunca en mi vida, como gamo aterrorizado por las balas del cazador, como zorro perseguido por los mastines. Embisto el camellón de Reforma. No vuelvo la mirada. 

Llego a La Fragua, irrumpo en el Sanborn’s y choco de frente contra dos meseras muy jóvenes. Les basta mirarme para entender. Sin decir nada me toman de los brazos y me arrastran rumbo a la cocina y al patio de servicio. Me arrojan en un depósito de basura en donde permanezco hasta bien entrada la mañana.

Todavía puedo ver a las dos chicas y a los pocos parroquianos que observan en silencio el rescate. Sé que aunque lleguen los militares nadie me va a delatar. Vivimos en una atmósfera que intuye la legitimidad del movimiento. Mi madre me ha dicho: “Haz lo que tengas que hacer” … con el llanto asomando a sus ojos.

Al mediodía dejo el refugio y por calles apartadas camino a la pensión de Miguel E. Schultz. Doña Cruz, la dueña, me echa un vistazo y anuncia que va a prender el calentador, aunque sea jueves y mi alquiler no ampare el servicio ese día. Vivo en el sótano, amontonado con otros provincianos permanentemente atrasados con el pago de la renta.

Por la noche me presento en Novedades en donde unas semanas antes fui aceptado a prueba como redactor y traductor. Y ahí, frente al departamento de fotografía, veo al delator, muy quitado de la pena conversando con el gordo Casasola. 

No conozco su nombre. Le dicen el “Ché” y me entero de que nadie en la redacción soporta a este argentino que tiene fama de fotógrafo mercenario e informante de Tlaxcoaque, la sede los granaderos y de Plaza de la Constitución, asiento de la Federal de Seguridad.

“Chinchihuilla” el hueso más viejo de los periódicos capitalinos, me asegura que el “Ché” trabajó para la junta militar en Buenos Aires. Que es un rufián. Que me cuide. Luego lanza su grito de batalla: “¡Joven Salchicha!”, antes de llevar una tanda de notas al secretario de redacción. El hueso es un office-boy. “Chinchihuilla” llegó a Novedades hace 30 años y en ese puesto se quedó. Nadie sabe por qué. Nadie sabe cómo se llama.

El ”Ché” me ve y me reconoce. Se acerca. Dice que no tuvo opción, que lo acorralaron y amenazaron. Miente. Me aconseja no ser imprudente en el clima de peligro que vivimos. Le pregunto que a cuántos otros ha denunciado. No responde. Le doy la espalda. No lo vuelvo a ver en mi vida.

En 1968 viví como incipiente periodista el gran movimiento que sacudió al país el año en que vivimos en peligro. De las consignas de aquellas jornadas hubo una que sobresaltó mi entonces inocencia profesional: “¡Prensa vendida!”

No alcanzaba yo a comprender el significado profundo del reproche lanzado una y otra vez por las multitudes en las avenidas defeñas. Las mantas, los puños en alto y la expresión colectiva de encono me sumían en un estado de confusión. 

Más pronto abrí los ojos a la dolorosa realidad de nuestra profesión: tantos medios al servicio del sistema y alejados de la sociedad a la que dicen servir. 

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