Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas

En la Navidad de 1888 en un pueblecillo de la alta California, en el seno de la tribu de los indios luiseño, nació una niña a quien pusieron por nombre Bonita y como patronímicos Wa Wa Calachaw. 

Aún bebé fue adoptada por una acaudalada neoyorquina y creció en Manhattan, lejos de sus raíces, dividida su identidad entre el mundo sajón y el de los pueblos nativos de América del Norte.

A lo largo de su vida también fue conocida como Wa Wa Chaw, Princesa Wa Wa Chaw, y Wawa Calac Chaw, que en su idioma se traduce algo así como “a resguardo del agua”.

Bonita tuvo una existencia extraordinaria que 134 años más tarde sigue siendo ejemplo para quienes han sido espiritual y emocionalmente desgarrados por la crisis de identidad del desplazamiento. 

Cuando la raíz se desentierra y la planta es arrojada a otro clima y a otro suelo, puede ajarse, perder la lozanía y caer en un estado apergaminado y vegetativo. ¿No es esto lo que sucede a millones de compatriotas nuestros que debieron abandonar el suelo que no pudo darles una vida digna?

Desde muy joven Bonita reveló un talento artístico que llamó la atención en el círculo social de su madre adoptiva, Mary Duggan y su hermano Cornelius, un afamado médico. 

Vivían en el exclusivo barrio de Riverside Drive. En las reuniones con amigos importantes, entre ellos Arthur Conan Doyle, Carrie Chapman Catt y Oliver Lodge, Bonita era ataviada con collares y vestidos de gamuza y presentada como una pequeña muñeca india.

Pero la niña prietita (o “piel roja”, en la óptica de aquellos burgueses) de profundos ojos negros y pelo azabache, inteligente y vivaracha, cuya visión peculiar del mundo se traducía en pinturas de tonalidades endrinas, no dejaba de ser una curiosidad en los ambientes de la aristocracia neoyorquina. 

Recibió una buena educación con tutores en casa. Su madre adoptiva quiso protegerla de la curiosidad o el rechazo de los alumnos y maestros de las escuelas locales, pues a comienzo del siglo veinte reinaba aún la política de exterminio de las naciones indias para saciar la codicia agraria de los blancos. 

En aquel mundo abrevó y se nutrió de un ambiente literario, científico, político y artístico.

Las consecuencias de este encuentro son fáciles de imaginar. Bonita, convertida en una nativa urbana, pronto tomó conciencia de la herencia de la que había sido privada. 

Se hizo una activista de los derechos de los pueblos originarios y trabajó por la restitución y defensa de su cultura usurpada en el vendaval del destino manifiesto y la polvareda levantada por los jinetes de Jim Crow

Al inicio de la primera guerra fue una de las voces que se alzaron para denunciar la inmoralidad de un gobierno que exigía a los apaches, a los calusa, a los chippewa, a los pie negro, a los cherokees, a los navajos, a los mikosuki, a los luiseño y a otra centena de naciones indias, tomar las armas en defensa de la patria y dar la vida en las trincheras europeas, pero les negaba el derecho a la ciudadanía y los recluía en “reservaciones”, amable denominación para campos de concentración. 

Por aquellos años combinó el activismo social con la pintura y en obras de gran dimensión plasmó la discriminación de las tribus estadounidenses. Durante varias temporadas el Museo Philbrook de Tulsa incluyó creaciones suyas en exhibiciones anuales de arte indígena, pero después de 1950 las rechazó sistemáticamente porque no eran “planas y bidimensionales”.

Un divorcio y la muerte de su madre adoptiva llevaron a Bonita a la pobreza. Durante algún tiempo vivió de vender obra en los jardines de Greenwich Village, el barrio bohemio neoyorquino, pero su arte era visto como algo deforme. 

“Un día” –dice en sus memorias- “ofrecía mis pinturas en la Plaza Washington cuando pasaron dos niñas con su madre. Las chicas querían ver los cuadros, pero su madre se las llevó a rastras mientras les decía: ‘¿Para qué quieren ver basura? ¿No se dan cuenta de que es una india salvaje? Vengan, las voy a llevar a que vean cuadros verdaderos’.”

Bonita Wa Wa Calachaw murió en 1972 en el Harlem Español, donde algunas ayudas de la caridad pública le permitieron apenas sobrevivir a la miseria. 

Poco antes de partir a reunirse con sus antepasados, escribió: “Mi experiencia de vida y visión personal han estado bajo juicio durante los últimos 60 años, no porque yo haya sido culpable de algún crimen, sino por haber nacido. No saber por qué razón nací y fui bautizada Wa Wa Calachaw –nombre que mi madre adoptiva no cambió- no es culpa mía. Estoy manchada como si fuese un leopardo”.

Su obra ha sido reunida en parte y se exhibe en el Museo del Vaquero de Oklahoma City. Para un mexicano como yo, que nada sabía de ella pero que está familiarizado con la obra de pintores y grabadores de nuestro país, los cuadros de Bonita Wa Wa Calachaw tienen un inquietante mensaje oculto, una familiaridad íntima que cosquillea alrededor del corazón. 

Hay en los tonos oscuros y en los rasgos de los personajes un déjà vu conmovedor. El uso de grecas y la distorsión de las dimensiones corporales evoca visiones de un Rivera o un Beltrán. ¿Será que llevamos una herencia genética que nos viene por partida doble de las tribus nómadas de las planicies norteñas y de la compleja cosmogonía del altiplano mexicano? No lo sé. Es una posibilidad.

Bonita me hizo pensar que tal vez Ometecuhlti en su noveno cielo y el Gran Espíritu de las Felices Praderas de Caza son en realidad uno y el mismo territorio.

 

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