Alejandro Rodríguez Cortés

Alejandro Rodríguez Cortés*.

Prometió que la inseguridad rampante empezaría a desaparecer desde el primer momento en que se sentara en la silla presidencial. A cuatro años de distancia la cifra de homicidios dolosos rebasa la frontera de los 140 mil, perfilando ya claramente a ser el sexenio de mayor criminalidad fatal incluso por encima de los odiados periodos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto.

Aseguró que la economía mexicana crecería un 6 por ciento anual, embustera promesa que bajó a 4 y hasta 2 puntos porcentuales, según el humor mañanero. Hoy, al iniciar el último tercio de gobierno, el tamaño del Producto Interno Bruto de México es menor al observado a finales de 2018, y aunque se culpe de ello a la pandemia, es incontrovertible que el descenso inició antes del COVID 19. Será un sexenio perdido en materia económica, donde presume un tipo de cambio que no depende del presidente y un incremento a salarios mínimos que han sido ya pulverizados por la inflación (y lo que falta).

Comprometió no una sino varias veces un sistema de salud pública parecido al de los países escandinavos. A cuatro años de distancia el saldo es, por un lado, la destrucción del Seguro Popular y la incapacidad de atender a 15 millones de personas que simplemente quedaron a la deriva en cuanto a atención médica se refiere; por el otro, un rosario de penalidades para quienes se atienden en el IMSS, en el ISSSTE o incluso en el anteriormente eficaz servicio de salud de Petróleos Mexicanos.

Culpó a la corrupción de todo y de nada, y cambió todo por nada: abriremos 2023 con escasez de medicamentos, sin estancias infantiles ni casas de atención para mujeres violentadas, sin recursos públicos para fines específicos claramente establecidos en fideicomisos extintos, y con escándalos mayúsculos de malos manejos y tráfico de influencias que pintaron de gris la Casa Blanca e hicieron siniestra la “estafa maestra” en el caso de Segalmex.

Cedió a un capricho personal para dejarnos sin un aeropuerto moderno, digno del país al que aspiramos. En su lugar, luego de un cuatrienio, tenemos una terminal aérea vetusta y desahuciada, junto con otra lejana y desierta.

Inauguró una muy cara refinería inconclusa, que este diciembre estaría refinando su primer barril de gasolina: ahora mismo solo puede presumir una maqueta y la producción de más agua estancada que de ilusorios litros de combustible nacional. Más aún, el embuste de Dos Bocas hizo comprometer que el precio de la gasolina rondaría los 10 pesos por litro en México, menos de la mitad de lo que cuesta con todo y un millonario subsidio que ha puesto en riesgo la estabilidad fiscal.

Se ufanó de que en la construcción de otra de sus ocurrencias inviables, el Tren Maya, no se tiraría un solo árbol. Hoy voltea para otro lado ante imágenes de ostensible tala peninsular.

Siempre dijo que era un demócrata y se empeña en minar a las instituciones que sostienen la joven democracia mexicana que lo hizo llegar al poder. El tozudo opositor que exigía la aplicación de normas jurídicas vigentes declara hoy, soberbio y ufano: “a mí no me vengan con que la ley es la ley”.

Andrés Manuel López Obrador no tiene empacho ni pudor cuando se atreve a afirmar que en la marcha oficial del 27 de noviembre no hubo acarreados, y que si los hubo ello se justifica por un fin ulterior perverso: el de mantener el poder a toda costa.

En resumen: cuatro años de mentir, de robar y de traicionar al pueblo, parafraseando su engañosa arenga de campaña recitada ahora al pie de la letra por sus “corcholatas”.

Cuarta transformación: cuatro años de mentiras.

Lo bueno es que faltan menos de dos.

 

*Periodista, comunicador y publirrelacionista.

@AlexRdgz

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