La normalización de la violencia: un camino a ninguna parte

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

A Michelle Rodríguez  por su talentosa belleza , con admiración.

 La violencia puede destruir el poder; pero es completamente incapaz de crearlo.

Hannah Arendt

 

Vivimos en una era marcada por la normalización del conflicto y la devoción de una pretendida y vulgar unicidad. En buena medida y sin llegar a ser injustos con el papel de la Web 2.0 en su desarrollo, tenemos que admitir que las redes sociales han contribuido a la idea generalizada de que la violencia es inevitable y que tenemos que aprender a vivir con ella. Los medios de comunicación masiva vinieron cumpliendo ese mismo papel durante todo el siglo XX, llegando al extremo de surgir publicaciones periódicas dedicadas a la llamada “nota roja” y encabezadas por imágenes plagadas de contenido gráfico a las que se puede ver, sin quererlo, con solo ir caminando por las calles de la ciudad.

Los programas de televisión, al menos en las principales cadenas nacionales y las plataformas de streaming más vistas, han incorporado muy recientemente la clasificación que indica qué tan aptos son para menores de edad. Pero incluso con este reconocimiento sobre sus contenidos, el impacto social que tienen en la normalización de la violencia es significativo. El problema es que nos hemos acostumbrado a esto como un mal necesario y al acostumbrarnos es poco lo que se puede hacer para distinguir la representación ficcional de la violencia de lo que ocurre en la vida real. La violencia ficticia pocas veces permite concientizar el mal que representa, incluso en los programas “aleccionadores” que son estelares desde hace décadas en los horarios vespertinos. Pero, además, la violencia incentiva el consumo y convierte el contenido en instrumento de mercado, crea morbo y produce placer a los consumidores habituales, ese placer por la destrucción como sociedad hemos tratado de suprimir desde el surgimiento de la civilización en su versión tanática.

La violencia ficticia, por desgracia, ha llegado a superponerse con la real. Los límites están mezclados y son difusos, al menos en los mensajes que consumimos todos los días. Las redes sociales y su facilidad para crear algoritmos que muestran contenidos relacionados entre sí, pueden fácilmente generar tormentas de violencia en solo media hora de ocio, seguidas de un bailecito viral y algún tutorial. Lo que ocurre ante la repetición descontrolada de un mensaje es la normalización de la situación que implica, podríamos decir que se trata de hábitos de consumo de manera parecida a lo que ocurre cuando consumimos sustancias tóxicas o azúcar. Mientras más entra a nuestro sistema, mientras más se está expuesto a un contenido es más probable generar resistencia, reducir la respuesta fisiológica, en este caso, a nuestra capacidad de asustarnos, enojarnos, sorprendernos e indignarnos ante la violencia.

Para ponderar adecuadamente los peligros que encierra la normalización de la violencia es preciso analizar cuál es el papel que cumple la indignación en las sociedades. La irritación es fuente de descontento y el descontento a su vez produce acciones en consecuencia para la erradicación de un mal. La indignación genera mecanismos de presión, no sólo hacia las instituciones, sino también y fundamentalmente, sistémicas y a las acciones colectivas. Cuando las mayorías coinciden en la indignación, suelen producirse movilización y cambios. Pero como consecuencia de la sobreexposición a la violencia hemos perdido la capacidad de indignarnos, movilizarnos y transformar las estructuras.

Para ejemplificar el nivel al que hemos llegado ante la normalización de la violencia podríamos traer a colación algunas situaciones. Las redes sociales están plagadas de contenido en favor de los derechos animales y la indignación ante la violencia cometida contra ellos es aguda, se trata de un tema muy sensible. Pero antes de que se malentienda el punto que estamos tratando de desarrollar aquí, veo preciso aclarar que la violencia animal es intolerable, indignante y no debe ser justificada bajo ningún término, de hecho el que se estén promulgando leyes cada vez más severas para la protección animal es un gran logro impulsado por activistas y sociedad civil. Pero este tema nos permite caer en la cuenta de que ese nivel de indignación no es habitual y menos cuando se trata de seres humanos.

Los feminicidios, la situación que viven los migrantes, el racismo, maltrato y discriminación, la pobreza extrema, la marginación de las niñas y niños en situación de calle, la trata de personas, la explotación de personas de la tercera edad, la exclusión de personas con discapacidad, las ejecuciones en manos del crimen organizado, los asaltos, abusos sexuales, y un larguísimo etcétera; son escenarios que no producen la misma indignación que el maltrato animal. Vivimos en sociedades sin empatía donde se ha dejado de dimensionar el conflicto y donde la violencia se reproduce y se usa como medio para enfrentar el conflicto y hasta como entretenimiento, pero donde mayorías son incapaces de sensibilizarse ante ella con miras a la transformación social.

Exponernos de manera prolongada y normalizada a la violencia insensibiliza y conduce a pensar que ésta es inevitable; no sólo como víctimas, sino también como perpetradores. Porque violentos no sólo son los golpes y los asesinatos, sino conductas que vemos normales en la educación, el trato con los demás e incluso en la relación con nosotros mismos. La violencia parece ser en las narrativas hegemónicas la única manera de enfrentar el conflicto, por lo que lejos de la resolución de los problemas propicia un juego de totales: ganar o perder. La resolución del conflicto, sin embargo, puede conseguirse por otros medios: el diálogo, la negociación, la formulación de acuerdos, la tolerancia, la responsabilización de ambas partes o el trabajo en equipo. Es posible llegar a soluciones por medios pacíficos.

Normalizar la violencia también afecta la vida familiar e individual. Una educación que no es capaz de garantizar por medios pacíficos la solución del conflicto prepara a las nuevas generaciones para generar, justificar y soportar la violencia en la pareja, con los hijos, en las relaciones laborales e interpersonales; y ésta se reproduce en todos los ámbitos de la vida cotidiana como el espacio público analógico y digital, la escuela, los servicios públicos y privados, seguido de otro largo etcétera. Cuando la violencia se convierte en crimen e inseguridad enferma a las sociedades y produce una oleada interminable de dificultades.

Con todo, siempre que existen resistencias a las narrativas hegemónicas hay esperanza. Cada vez son más los grupos que se movilizan para exigir la eliminación de la violencia y que tratan de concientizar a las sociedades en torno a sus males, aunque en gran escala siguen siendo minorías. Pero además reducir el problema de la violencia a buena voluntad sería, por decir lo menos, ingenuo. La violencia es un problema estructural y se encuentra en el seno de un sistema injusto y plagado de desigualdades económicas, donde las oportunidades no son para todas las personas y donde castigar suele ser más importante que educar. Que los mayores índices violencia estén asociados con la marginación no es una casualidad.

Pero aún con todo esto, podemos hacer mucho, al menos a nivel individual, familiar y comunitario. Lo primero es cuestionar la normalización de la violencia en los mensajes que recibimos todos los días, ¿podemos identificar discursos y acciones violentos?, ¿tendemos a justificar la violencia en contextos específicos o como respuesta a actos violentos?, ¿resolvemos los conflictos de manera pacífica y enseñamos a los menores a hacerlo?, ¿reaccionamos de la misma manera ante un acto violencia ficticio que ante uno real?, ¿empatizamos con las víctimas?, ¿consumimos contenido violento con fines de entretenimiento?, ¿alguna vez hemos empatizado con los agresores? Si somos honestos y respondemos autocríticamente a estas preguntas, tal vez podremos comenzar a construir espacios pacíficos, espacios de diálogo, espacios seguros para construir una verdadera cultura para la paz.

Manchamanteles

El arte nos impide desensibilizarnos ante el dolor, la guerra, la muerte. Muestra es este fragmento de un poema de Vicente Aleixandre, “Oda a los niños de Madrid muertos por la metralla”:

[…]
Por las ventanas salpicó la sangre.

¿Quién vio, quién vio un bracito

salir roto en la noche

con luz de sangre o estrella apuñalada?

¿Quién vio la sangre niña

en mil gotas gritando:

¡crimen, crimen!

alzada hasta los cielos

como un puñito inmenso, clamoroso?

Rostros pequeños, las mejillas, los pechos,

el inocente vientre que respira:

la metralla los busca,

la metralla, la súbita serpiente,

muerte estrellada para su martirio.

Ríos de niños muertos van buscando

un destino final, un mundo alto.

Bajo la luz de la luna se vieron

las hediondas aves de la muerte:

aviones motores, buitres oscuros cuyo plumaje encierra

la destrucción de la carne que late,

la horrible muerte a pedazos que palpitan

y esa voz de las víctimas,

rota por las gargantas, que irrumpe en la ciudad

como un gemido.

[…]

 

Narciso el obsceno

Se le llenaron de sangre las palabras, de huesos, de vísceras, se le quedaron grabadas en el alma marcándola para siempre, como un zumbido sin origen, como la cicatriz con la que nacemos todos clavada en el estómago.

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