Alejandro Rodríguez Cortés

Alejandro Rodríguez Cortés*.

Desde que Andrés Manuel López Obrador triunfó en las elecciones presidenciales del año 2018, resurgió la pregunta planteada doce años antes: ¿sería un peligro para México? Obviamente 30 millones de mexicanos pensaron que no y le dieron la oportunidad.

Ha pasado ya casi un lustro y, como una cadena de fichas de dominó, han ido cayendo las mentiras en que está cimentada la mal llamada Cuarta Transformación y confirmándose que el actual presidente de la República sí representaba, y es hoy más que nunca, un riesgo para la nación en muy amplio sentido: desde su incapacidad de garantizar gobernabilidad en un país asolado por la violencia y dividido por la polarización fomentada desde Palacio Nacional, hasta la cada vez más obvia intención de instaurar una autocracia, sin federalismo, sin equilibrio de poderes y sin contrapesos constitucionales.

La 4T sí ha transformado, porque destruir es transformar realidades que, si bien imperfectas y mejorables, hacían que México fuera mucho mejor de lo que era antes de la mitad del siglo pasado. Así, desaparecieron frente a nuestros ojos un aeropuerto, el seguro universal de salud, la policía civil, las escuelas de tiempo completo, las inversiones privadas en energía, los manglares en Dos Bocas y los cenotes en la península de Yucatán. Acosaron a la clase media y a los científicos; dejaron a la deriva a médicos y enfermeras en plena pandemia, así como a empresarios y personas comunes en el paro económico; trataron de destruir a los organismos autónomos que velaban por la competencia económica, la normalidad electoral y la rendición de cuentas; convirtieron a nuestra máxima estrella histórica del atletismo en verdugo de los nuevos deportistas.

Los incrédulos han pasado al arrepentimiento, unos, y a la justificación otros. Pero eso no es importante, sino el silencio y aún la normalización o hasta descarada e impudorosa defensa que muchos adoptan frente al desastre de un poder único, vertical, unipersonal, cuasi monárquico, que ahora taladra al Poder Judicial buscando su demolición.

Paradójicamente uno de los sectores más afectados por las decisiones de política pública, el empresarial, ha mantenido una actitud timorata que algunos explican como prudencia y disposición a un diálogo que jamás pasó por una verdadera intención gubernamental de impulsar el crecimiento económico en un país privilegiado geográfica e históricamente para recibir

inversión. Fuera de los cuates de AMLO, de sus hijos y de los militares, la política productiva de este gobierno fue pedir coperacha para comprar boletos de rifa, a cambio no de condiciones claras y promotoras, sino de tamales de chipilín.

La realidad es que la iniciativa privada siempre tuvo miedo. Y este temor se centraba en una sola palabra, que el gobernante prometió solemnemente no pronunciar jamás: EXPROPIACIÓN.

Y López Obrador tardó pero mintió de nuevo. A poco más de un año de terminar su gobierno fallido, atrapado en su incapacidad y falta de resultados, obsesionado por mantener su poder y un legado que vive en su imaginación atorada en viejos y rancios postulados ideológicos de un mundo que ya no existe, el enfermo tabasqueño decidió expropiar por primera vez activos privados.

No lo quisieron ver o no se atrevieron a decirlo. Y hoy no basta para evitarlo un tibio comunicado que manifiesta “preocupación” del sector privado. La preocupación siempre existió pero se escondieron para proteger sus negocios, hoy a merced de la voluntad expropiatoria ya manifiesta. No sirve un pronunciamiento emitido 24 horas después del decreto que hace parecernos más a Venezuela que a Dinamarca.

Me rehúso a concluir que tenemos el México que nos merecemos, aunque deba decir que quizá sí lo merecen quienes prefirieron voltear a otro lado y normalizar el desastre. En todo caso, quizá aún sea tiempo para arrepentirse y actuar en consecuencia exigiendo viabilidad y certeza para nuestro querido país.

 

*Periodista, comunicador y publirrelacionista

@AlexRdgz

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