El más triste de los ‘alquimistas’

Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas

Cierta noche de bohemia en un café de la Ciudad de México con su amigo René Tirado, Jorge Cuesta escribió en una servilleta: “Porque me pareció poco suicidarme una sola vez. Una sola vez no era, no ha sido suficiente”.

Esas palabras, dice Rodolfo Mata, se convirtieron en profecía cumplida “pues efectivamente, el suicidio de Cuesta tiene que ser revivido por cada lector que se interna en su Canto a un dios mineral” con el ánimo de entender el poema.

Hace 82 años en el sanatorio del Doctor Lavista en Tlalpan se quitó la vida este cordobés atormentado cuya deslumbrante inteligencia vivía protegida en una personalidad oscura y compleja, poliédrica diría yo, que en materia de letras se conducía con rigor científico y en la vida científica era muy capaz de utilizar su propio cuerpo como terreno experimental.

Jorge Mateo Cuesta Porte Petit nació en Córdoba en el seno de una familia dedicada al cultivo de la caña, el café y la naranja. A los 18 años se mudó a la región más transparente para terminar sus estudios en la Escuela Nacional Preparatoria y cursar una carrera en la Facultad de Química de la UNAM. Conoció a Gilberto Owen y se integró al grupo Contemporáneos en donde fue la figura intelectual más poderosa e incómoda. 

En su obra podemos encontrar el germen de muchos de los pensamientos políticos y literarios de Octavio Paz, quien habría de polarizar a la siguiente generación literaria mexicana, aquélla reunida en torno a la revista Barandal, y que se veía a sí misma actuante en un mundo altamente politizado en el cual la revolución socialista de octubre era un camino a seguir.

Sin embargo, siempre me ha parecido que a Jorge Cuesta se le venera en ciertos ámbitos, mientras se guarda silencio en otros, por desconocimiento, por incomprensión hacia su obra o por una inconfesada reticencia hacia la evocación de su historia y está pendiente un estudio específico sobre el valor y las implicaciones de su trabajo periodístico

Al analizar su personalidad no se debe perder de vista la formación científica que nunca dejó de ejercer. En su natal Córdoba trabajó en el ingenio “El Potrero” en donde perfeccionó un sistema para la destilación de ron; fue funcionario de una agrupación profesional de químicos y desarrolló diversas sustancias cuya efectividad probaba en su propio cuerpo, a la manera de los alquimistas medievales. 

En cierta ocasión quedó durante varios minutos en estado cataléptico después de ingerir una pócima destinada a provocar ciertos procesos de conservación vegetal. Era, en descripción de Elías Nandino, “completamente ajeno a su cuerpo. Su existencia se consumaba por su evasión. Como el radium, se hacía presente por el poder que esparcía. Su cárcel molecular quedaba borrada ante la fuerza de su irradiación […]”

Su otra persona, la literaria y artística de este complejo y alucinante personaje, la encuentro en un pasaje de Octavio Paz, quien lo conoció en 1935 siendo estudiante y Cuesta ya un ensayista admirado: 

“Eran los días en que se debatía el tema de la ‘educación socialista’. La disputa llegó a la Universidad. El Consejo Universitario discutió con pasión el asunto. Los estudiantes nos agolpábamos en los patios y los corredores del edificio. La lenta marea humana me empujó hacia las puertas en el momento en que salía Cuesta. Alto, delgado, elegante, vestido de gris, rubio, ojos de perpetuo asombro, labios gruesos, nariz ancha, extraña fisonomía de inglés negroide. Comenzó, en medio de la multitud y los gritos, una conversación entrecortada. A los pocos minutos dijo:

“-¿Le interesa mucho lo que ocurre aquí?

“-No demasiado. ¿Y a usted?

“-Tampoco. Lo invito a comer.

“Salimos de San Ildefonso y Jorge me llevó a un restaurante. Mi emoción y mi nerviosismo deben de haberle divertido. Era la primera vez que yo comía en un lugar elegante ¡y con Jorge Cuesta! Hablamos de Lawrence y de Huxley, de Gide y de Malraux, es decir, de la curiosidad y de la acción. 

“Esas horas fueron mi primera experiencia con el prodigioso mecanismo mental que fue Jorge Cuesta. Al hablar de mecanismo no pretendo deshumanizarlo; era sensible, refinado y profundamente humano. Pero su inteligencia era más poderosa que sus otras facultades; se le veía pensar y sus razonamientos se desplegaban ante sus oyentes como si fueran algo pensado no por sino a través de él. Una noche tuve la rara fortuna de oírlo contar, como si fuese una novela, uno de sus ensayos más penetrantes: El clasicismo mexicano

“Luego me envió un ejemplar de la revista en la que aparecía el ensayo; al leerlo, el deslumbramiento inicial se transformó en algo más hondo y más duradero: una reflexión que todavía no termina. Desde aquellos días mis ideas sobre la literatura han cambiado pero, sin la conversación de aquella noche, tal vez yo no habría comenzado a pensar sobre estos temas. Tampoco habría logrado hacerlo con un poco de rigor e independencia.”  

El grupo Contemporáneos tuvo, con justicia, el sello de la intelectualidad. Gracias a los Contemporáneos un reducido sector de la cultura mexicana dio entrada a la producción literaria mundial. Tuvieron la osadía de romper con la tradición artística mexicana del nacionalismo y, parafraseando a Fernando del Paso, obtuvieron legítimamente invitación al gran banquete de la cultura mundial contemporánea.

Este carácter es sumamente acusado en Cuesta. Pero podríamos señalar una subdivisión en su obra. Junto a los profundos ensayos como el que recuerda Paz y su breve obra poética –que por cierto no vio publicada en vida- vive una producción que a riesgo de parecer herejía podría llamar periodística, que, guardadas todas las distancias y proporciones, podría compararse con las habituales columnas políticas que se encuentran en prácticamente todos los diarios. Abordaba los temas cotidianos de la sociedad, lo mismo las consecuencias sociales y económicas de una campaña gubernamental contra el alcoholismo que reseñas sobre obras de teatro o asuntos político-sociales de la capital y los estados. 

Se ha vuelto un lugar común y quizá manoseado, la sentencia “sentir el olor de la tinta” para explicar la vocación periodística. Pero en Cuesta resulta precisa en el sentido de la pasión casi incontrolable por la letra impresa. A pesar de que su infortunada historia personal hace que algunos lo comparen con los poetas malditos, aquellos cuyo destino incomprendido era el arte literario, marcado además por una vida atormentada, nada parece más lejano del escritor cordobés. 

Cuesta tuvo una presencia constante en medios culturales de la época y por supuesto en la revista Examen que fundó en 1932. Quizá pocos periodistas contemporáneos a los 38 años –edad en que murió Cuesta– han logrado publicar en tantos medios impresos como lo hizo este autor.

A comienzo de los años treinta, la vida cultural mexicana encontraba ventanas a las que asomaba con sorpresa. Los Contemporáneos hicieron una gran contribución en este renglón. La cultura mundial se introducía a nuestro país, en buena medida gracias a ellos, con prevalencia de la cultura europea y específicamente la dedicación a la literatura francesa -aunque se debe recordar el interés de Tablada por los hai-kus. Así, una publicación como Examen fue no sólo el vehículo que daba cauce a las inquietudes de un grupo de artistas e intelectuales sino que fue el proyecto editorial adecuado e imprescindible a una importante causa de la cultura mexicana.

Afirma Ramón Xirau que los “movimientos que se inician en Europa repercuten en Latinoamérica hasta matizarse y adquirir orientaciones propias: creacionismo, ultraísmo, estridentismo… En todos ellos hay elementos de juego. En los mejores representantes de cada uno de ellos existe una honda necesidad de crear nuevas realidades que trasciendan al mundo cotidiano. Son muchos los escritores que surgen en los años 20 y con ellos […] nace un nuevo Siglo de Oro de nuestras letras”. Xavier Villaurrutia, el escritor con el mayor reconocimiento internacional, así como el resto de los Contemporáneos, incluido Jorge Cuesta fueron partícipes de este movimiento.

Jorge Cuesta llama la atención porque su campo de batalla en la defensa del movimiento literario no se restringía a la poesía.

Jorge Cuesta asumió la defensa de la escritura de cara a los representantes del poder. Su exigencia por el respeto a la libertad de expresión es digna de encomio en los anales del periodismo, sobre todo en relación con la época. Cuesta, con una extraña mezcla de valentía e ingenuidad, pero con una firmeza sin réplica, se rebeló contra la censura, lo mismo frente a funcionarios guatemaltecos cuando Carlos Mérida sufrió los embates de la burocracia de ese país que cuando luchó en los tribunales mexicanos contra la censura de Cariátide, la novela de Rubén Salazar Mallén denunciada por “ultrajes a la moral” por el muy cristiano Excelsior. 

La defensa que Jorge Cuesta hizo de la calidad de los colaboradores de la revista bajo su dirección en donde se publicó un fragmento de Cariátide y el rechazo tajante a la acusación de haber cometido un delito de prensa no es actualmente lugar común entre los directores de medios cuando alguno de sus colaboradores es sometido a censura.

La firmeza y las convicciones de su papel como periodista, como director de una publicación y como artista, hacen de Jorge Cuesta no sólo un mejor escritor sino un verdadero ejemplo para el periodismo mexicano. Se trata sin duda de una fuente en la que se debe abrevar más a menudo.

Cito, para terminar, a Rodolfo Mata: “Cuesta aparece en claroscuro como un ‘sueño de la razón’. Y si como escritor la oscuridad le era reprochada reiteradamente, cuenta Xavier Villaurrutia en su ‘In memoriam: Jorge Cuesta’, esto le divertía al grado de hacerlo reír. Después de todo, la muerte de ‘el más triste de los alquimistas’ dejó el rastro de una oscuridad multiforme, proteica –y por eso semi-demoníaca-, que se repite y se reescenifica en [su poema] Canto a un dios mineral”.

 

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