La tiranía de la posmodernidad o el rechazo de las grandes teorías

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

El tiempo laboral se ha totalizado hoy convirtiéndose en el tiempo absoluto. Realmente deberíamos inventar una nueva forma de tiempo. Si resulta que nuestro tiempo vital o la duración de nuestra vida coincide por completo con el tiempo laboral […] entonces la propia vida se vuelve radicalmente fugaz. Yo contrapongo al tiempo laboral el tiempo festivo. El tiempo festivo es un tiempo de ociosidad, que hace posible recrearse y permite una experiencia de la duración. El tiempo festivo es un tiempo en el que la vida se refiere a sí misma, en lugar de someterse a un objetivo externo…

Byung-Chul Han en EL MUNDO.ES

 

El tiempo, que es nuestro mayor recurso, se ha convertido en moneda de consumo. La vida tiene un sentido nuevo en nuestros días, alejado de la existencia y el disfrute y enfocado en cumplir objetivos, ser útil constantemente y mantenerse en actividad ininterrumpida desde el nacimiento hasta la muerte. Al menos así es el sentido de la vida en Occidente, sobre todo en las grandes ciudades regidas por el ensimismamiento, por la violencia interior y una falsa idea de libertad que describe Byung-Chul Han en su obra.

Aunque hemos admitido, casi de forma general, que la vida debe tener un propósito, cuestionar cuál y por qué debe cumplirse no es habitual. En la posmodernidad se ha perdido la capacidad crítica que ha muerto con las grandes teorías, y queda el resabio de una duda permanente que sólo algunos se atreven a tratar de responder. El lugar seguro de la duda parece incuestionable, y por miedo a la crítica del otro y al fracaso, nadie se atreve a proponer soluciones a los grandes problemas de nuestro tiempo que, como es obvio, siempre podrían ser abordados de otra forma, pero que se prefiere dejar inertes en espera de soluciones.

No se trata de olvidar los errores, excesos y dogmatismos de las grandes teorías, pero sí de admitir que no fueron sus teóricos, curiosamente, los responsables, sino más bien sus ejecutores quienes los defendieron como dogmas incuestionables y los adaptaron a sus propios intereses. Las grandes teorías se reconocieron siempre a sí mismas como un trabajo permanente, inacabado, susceptible a las transformaciones y a adaptarse a las circunstancias, el marxismo, gran bandido de nuestro tiempo, perseguido de los neoliberales (porque los liberales paradójicamente lo respetaron), disidente del capitalismo salvaje, tuvo siempre algo que decir para hacer frente a las contradicciones de nuestro mundo, nadie puede negarlo.

Sin embargo, nuestro tiempo, en este vertiginoso avance rumbo a un progreso inalcanzable, que fue tan cuestionado en los siglos XIX y XX, lo ha aceptado a ciegas en la modalidad de avance individual hacia objetivos propios, en una suerte de libertad disfrazada, que no reconoce las presiones del sistema al ponerse metas o ser productivos, pero que actúa ahí detrás, susurrando al oído, se ha convertido en el nuevo inconsciente colectivo del siglo XXI; en el deseo más profundo y también más irreal, de ser al llegar a la meta, ignorando la inminente muerte que, por desagradable que parezca, es el pasaje con que saldamos la deuda de la vida.

Ante la duda constante lógicamente no existen las certezas, pero si somos estrictos, sólo se nos prohíben las certezas a quienes formulamos las preguntas, a quienes cuestionamos y nos atrevemos a señalar las contradicciones y las falacias. Se nos dice que las certezas no existen, que atrevernos a proponerlas es equivalente a ser dogmáticos, autoritarios, soñadores y hasta antidemocráticos, por no nombrar los peores adjetivos que ensucian la memoria de los sufrimientos que la humanidad vivió el siglo pasado. Y es que responder las dudas es políticamente incorrecto, pues significa evidenciar los recovecos de lo absurdo.

El tiempo entonces juega en contra de nosotros no sólo para alcanzar metas, sino para vivir la vida, que corre a un ritmo ridículo y no permite el descanso o la inacción, a menos claro que sea una muestra de éxito que se pueda embarrar en la cara de los otros a través de las redes sociales. Pero la verdadera introspección, el verdadero descanso, la improductividad no nos es lícito, porque la carrera es de obstáculos y de velocidad, y detenerse es siempre perder, contra uno mismo, contra el otro imaginario que en realidad es incapaz de notarnos, enajenado a su vez en su propia carrera contra el desperdicio de la vida.

Y es verdad que la vida se desperdicia, se desperdicia tratando de ser productivos, porque las expectativas son inalcanzables y porque el tiempo en la tierra nunca es suficiente para lograrlas. Se legan los objetivos entonces, injustamente, sobre los hijos y las nuevas generaciones, dejándoles en los hombros una responsabilidad que ni pidieron ni merecen, que no entienden ni quieren, pero que les es obligado a asumir desde que nacen sin derecho a cuestionar. Calificaciones, desempeño, conducta, actividades extracurriculares, ser el o la mejor en esto o aquello, eliminando el logro en sí mismo al ponerlo en comparación con los de los mejores, que, a su vez, siempre serán los peores en algo más.

La introspección y el análisis tienen pésima reputación, a menos que sea claro, en función de “la superación personal”, esa nociva rama del capitalismo salvaje que justifica la salud mental sólo si nos permite ser más productivos. Tal “superación personal” es la peor de las falacias, el más patético enemigo de la autorrealización. Estandariza la vida y a las personas, ofrece soluciones superfluas y poco inteligentes a los problemas reales de la existencia, está llena de lugares comunes, de valores impuestos, de falta de crítica, de simplificaciones absurdas.

Pero el psicoanálisis en cambio, al igual que las otras grandes teorías, es visto como enemigo de nuestro tiempo. Se le acusa de no ser ciencia, aunque jamás pretendió serlo, pues se dedicó a criticar los postulados epistemológicos de la misma; de no ir a ninguna parte, de no tener objetivos claros, porque en realidad esa es su máxima, no impone temporalidades ni está obligado a llevarte a ninguna parte. El proceso psicoanalítico, por definición, es un camino inacabado de autoconocimiento, de revelación del deseo, del surgimiento delicado de lo consciente ante la tiranía del inconsciente. No es capaz de jugar al juego de las terapias modernas que duran tres meses y prometen mejoría con tal de alcanzar la meta, porque las metas son discursos irreales para curarse en salud ante la inminencia de la finitud.

La alergia de la posmodernidad ante lo complejo ha simplificado la idea que tenemos de la existencia humana, aplastando a la filosofía y subyugando a su hija la ontología. “Ser para mejorar” es el mayor mal de nuestro tiempo, porque induce a la pérdida de la condición humana, del derecho al fracaso, al conflicto, a la introspección, a detenerse para analizar, para no hacer nada. Homogeneiza las emociones y los pensamientos, destruye la diversidad y nos impone nuevas verdades haciéndonos creer que nos mantenemos en la duda permanente. La verdadera tiranía de la posmodernidad está en robarnos la capacidad de discutir y responder mediante su rechazo a las grandes teorías, pero imponiendo paradójicamente una serie de dogmas desarticuladores.

Pedimos a la filosofía, “líbranos de todo mal”, del pecado de negarnos a ejercer el pensamiento crítico, de no responder por miedo a la palestra de lo políticamente correcto, de no atrevernos a disentir para que no se nos tache de irracionales o dogmáticos. Líbranos del olvido, de la tolerancia de lo intolerable, de la justificación del crimen por medio de la manipulación de la verdad. Líbranos de ignorar la desigualdad, la injusticia y la violencia, no sólo en las latitudes blancas, sino sobre todo en las más inhóspitas. Líbranos de negarnos el placer del ser por el ser y de gastar el tiempo sin sentido, de admitir sólo una epistemología, de sucumbir ante los criterios impuestos de lo bello y lo grotesco. Líbranos de olvidar la diferencia entre el bien y el mal en función de una única verdad que se presenta como necesaria. Líbranos, líbranos, líbranos, rechazada y olvidada madre de los saberes, de renunciar a pensar.

Manchamanteles

En este mes de amor y de amistad, recordamos el poema “Los amigos” de Julio Cortázar:

En el tabaco, en el café, en el vino,

al borde de la noche se levantan

como esas voces que a lo lejos cantan

sin que se sepa qué, por el camino.

 

Livianamente hermanos del destino,

dióscuros, sombras pálidas, me espantan

las moscas de los hábitos, me aguantan

que siga a flote entre tanto remolino.

 

Los muertos hablan más pero al oído,

y los vivos son mano tibia y techo,

suma de lo ganado y lo perdido.

 

Así un día en la barca de la sombra,

de tanta ausencia abrigará mi pecho

esta antigua ternura que los nombra.

 

Narciso el obsceno

¡No tengo tiempo de salir contigo Juan!, mi agenda está llena, tengo que ir a trabajar, pasar al gimnasio, subir al spa, comprar ropa nueva, maquillarme y hacerme el pedicure. Todo para cuidar nuestra relación.

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