Para saber la verdad

Por. Miguel Ángel Sánchez de Armas

Vivimos una temporada en que las primeras planas de los diarios, las cabezas de los noticiarios de radio y televisión y las incontables páginas electrónicas de noticias provocan en los auditorios sentimientos que van de lo divertido a lo preocupante a la pena ajena. 

El pandemónium en que se ha convertido el espacio público mexicano es consecuencia del revoltijo en que se percibe a la clase política y es causa de una creciente angustia entre todos los ciudadanos, lo mismo los que fueron a las marchas y votaron que los que se quedaron en el espejismo de la comodidad abstencionista.

Cada vez resulta más complejo para el observador atento, así tenga paciencia y voluntad, entresacar del ruido algunos puntos de encuentro. El hilo conductor que serpentea entre la estridencia de las voces discordantes es que todas quieren “el bien común”, que todas tienen “la solución”, que todas identifican a “los responsables” y que todas aseguran tener claro el camino a seguir. 

Una paráfrasis contemporánea de la alegoría platónica de la caverna podría expresarse así: un conjunto de políticos, dirigentes partidarios y luchadores sociales se encuentra encadenado en la parte más profunda de una cueva donde sólo se distinguen sombras sobre una pared. Uno de ellos escapa y ve por primera vez el mundo real. Regresa e informa a sus cofrades que todo lo que conocen son apariencias y que un maravilloso mundo real les espera en el exterior. Jubilosos, redactan un desplegado y corren a contratarse de redentores de la patria.

Un silogismo imprudente: si el bien común es la verdad, y si la expresión de las ideas es el camino para definir el bien común, entonces la expresión de las ideas nos lleva a la verdad. Me parece que en la actual crisis, la verdad es, Perogrullo dixit, que lo que nos está dañando es la simulación, es el onanismo político, es el engolosinamiento en las cuentas alegres por la raja política a sacar de la crisis … mientras se viaja en la cubierta de primera clase del Titanic. 

Por lo tanto, si de buscar la verdad se trata, aquí van mis propias aportaciones … que espero no añadan a la confusión generalizada que vivimos. 

Para saber la verdad, todos los involucrados deben estar convencidos de que algo no funciona como debiera, y reconocer que tal premisa es precisamente el eje problemático.

Para saber la verdad, debe reconocerse que con la actual rigidez estructural de nuestras instituciones difícilmente se podrán aplicar las medidas horizontales y verticales de la profundidad e intensidad que requiere el momento de peligro por el que pasa la nación.

Para saber la verdad, es necesario aceptar que ha muerto la época –si es que alguna vez existió- en que un solo hombre, aún arropado con todo el poder del gobierno y así fuese dotado de conocimientos, carácter y energía excepcionales, podía administrar por sí las crisis y enfilar la nave de la nación a las costas de la felicidad. 

El momento actual exige una estrategia incluyente, de Estado, condicionada a la participación de todos los actores sociales, los que caminan en un mismo sentido y los que transitan por su propio sendero.

Para saber la verdad, hay que aceptar que el gobierno no logra asumirse sino en el específico de su acción: la conducción social, la conquista de electores, la garantía de servicios, estabilidad y seguridad, pero no ha desarrollado la capacidad de cambio y la mentalidad abierta, agresiva e innovadora que el combate eficaz de la crisis reclama. 

Al gobierno, a los gobiernos, les urge una actitud que cambie la percepción de lo que fue el status quo, que admita la existencia de una nueva sociedad y de sectores que exigen respuestas nuevas. 

En otras palabras, que olviden lo aprendido para enfrentarse con eficacia a las actuales circunstancias. Hoy, uno a uno, actores políticos variopintos están convertidos en estatuas de sal por su necedad de volver la vista atrás. 

Para saber la verdad, se necesitan un gobierno y una oposición que no sólo estén atentos al pulso de los acontecimientos para adecuar, frenar o prolongar sus acciones, sino que interpreten correctamente esos acontecimientos y no vacilen en actuar en el interés de la nación, incluso si esto significa la posibilidad de debilitar sus propias posiciones.

Para saber la verdad, se necesitan un gobierno y una oposición que comprendan que el único trabajo político que enfrentará con éxito la actual crisis es un trabajo en equipo, que entiendan que es mejor “perder” para rescatar a la democracia y consolidar la soberanía nacional, que “ganar” a expensas de debilitar a la nación.

México tiene una larga historia que nuestra clase política –de todos los colores- haría bien hoy en estudiar y repasar. 

En 1848 la principal causa de la derrota frente a Estados Unidos y la pérdida de la tercera parte del territorio no fue nuestra pobreza y debilidad. Fueron la incapacidad o la negativa de los actores políticos de la época, de anteponer los intereses de la nación a los suyos para organizar un frente común. 

En 1914, en plena revolución, el ejército yanqui no avanzó de Veracruz a la Ciudad de México porque Carranza tuvo la sagacidad y el valor de advertir a Woodrow Wilson que declararía la guerra a los EU … pese a que la intervención le beneficiara políticamente. 

En 1938 el general Cárdenas pudo expropiar la industria petrolera sin que México fuera invadido porque leyó adecuadamente el Zeitgeist geopolítico y armó un frente nacional prácticamente inexpugnable. 

Y entre 1942 y 1945, como secretario de Guerra y Marina, tomó el camino difícil de oponerse a la “amistosa presencia defensiva” del ejército gringo en la península de Baja California e impidió que los yanquis la convirtieran en un protectorado semejante al de Puerto Rico.

Si quienes tienen en sus manos la responsabilidad compartida de enfrentar y superar nuestras diversas crisis -que están llegando a su propio punto de crisis- se abren a la inteligencia y comprenden que la nación es más grande que sus historias personales o que la asunción o no al poder de sus partidos, quizá alcancen la estatura para que generaciones futuras los recuerden con respeto y gratitud y que algún día, en paráfrasis del discurso de Mac Arthur, de ellos se pueda decir que “… no murieron … sólo se disiparon poco a poco en la historia”.

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