¿Se debe amparar a los feminicidas?

Raúl Flores Martínez.

En México, el feminicidio ha dejado de ser una tragedia aislada para convertirse en alarma de una realidad cotidiana. Los números no mienten: cada día, al menos 10 mujeres son asesinadas por motivos de género. Sin embargo, lo que más indigna a las víctimas y a la sociedad es la aparente complicidad del sistema judicial, que ha concedido amparos y beneficios a feminicidas, algunos de los cuales logran salir en libertad.

Esta situación refleja una profunda falla en la administración de justicia, que sigue siendo un muro de contención débil ante los delitos más aterradores y con saña en contra del ser humano. Uno de los ejemplos más graves es cómo algunos feminicidas han utilizado los amparos para obtener su libertad o, al menos, suavizar las condiciones de su condena.

Este uso de los recursos legales muestra no solo las grietas de un sistema judicial ineficaz, sino también la facilidad con la que se distorsionan las leyes en favor de los criminales. El objetivo inicial del amparo es proteger los derechos humanos, pero, cuando se aplica de manera laxa o corrupta, se convierte en un privilegio que favorece la impunidad.

El Gobierno ha mostrado interés en reformar el sistema de justicia, especialmente en lo relacionado con los feminicidios cometidos por menores de edad. Este grupo ha sido una ventana peligrosa por la que muchos de los asesinos han logrado evitar condenas severas. Sin embargo, la clave de cualquier cambio verdadero radica en escuchar a las víctimas.

Las reformas no pueden ser meras declaraciones vacías ni simulaciones, sino un esfuerzo real por responder a las demandas de las familias que lo único que exigen es justicia, una justicia retorcida que se le da al mejor postor.

En este contexto, la corrupción no puede ser ignorada. Mientras todos los actores políticos parecen usar al Poder Judicial como “botín”, pocos señalan con claridad la corrupción estructural que permea instituciones clave como la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana o las fiscalías.

Sin una fiscalización real y una purga de los elementos corruptos que negocian con la justicia, cualquier reforma quedará como un simple parche. La impunidad de los feminicidas está ligada a una cadena de incompetencia y corrupción que abarca desde el primer contacto con las autoridades hasta las últimas instancias judiciales.

El problema, por tanto, no es solo la falta de castigo, sino que en muchas ocasiones las fiscalías y policías fallan desde el inicio: investigaciones mal realizadas, pruebas alteradas o desaparecidas, y el propio miedo de los funcionarios a enfrentar a grupos delictivos poderosos. De poco sirve una reforma judicial si no se acompañan de una limpia en los organismos de investigación y seguridad.

Un punto crucial es la preocupación de que una reforma mal diseñada podría incluso empeorar la situación para las víctimas. En un país donde el crimen organizado tiene una influencia alarmante sobre muchas instituciones, entregar más poder a un sistema que no ha demostrado ser infalible podría abrir las puertas a nuevas formas de manipulación.

Si la justicia termina en manos de la delincuencia organizada, las víctimas no solo se enfrentarán a la impunidad de los feminicidas, sino también a una maquinaria corrupta que los protege y encubre.

La urgencia de reformar el Poder Judicial no puede ser postergada. Sin embargo, esta reforma no debe enfocarse solo en reducir los derechos procesales de los delincuentes, sino en eliminar los privilegios que derivan de la corrupción y la incompetencia. Para que las víctimas sean escuchadas, es fundamental que las instituciones que las deben proteger dejen de ser cómplices silenciosos de sus agresores.

El verdadero reto es construir un sistema de justicia que no sólo castigue a los feminicidas, sino que también cierre la puerta a la corrupción que facilite su impunidad. Cualquier reforma que no aborde esta realidad estará destinada al fracaso.

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