Raúl Flores Martínez.
El operativo Atarraya, anunciado con bombo y platillo por el Gobierno del Estado de México como una estrategia para combatir el narcomenudeo, se ha visto empañado por múltiples irregularidades que cuestionan la autenticidad de sus objetivos.
Lejos de representar una respuesta efectiva al problema, este operativo parece una cortina de humo que encubre prácticas corruptas y sembrado de droga en establecimientos que, supuestamente, eran investigados.
La ciudadanía, que vive el día a día en los 125 municipios mexiquenses, no necesita ser experta en investigación para señalar los verdaderos puntos de venta de droga.
Son lugares conocidos por todos, menos, al parecer, por las autoridades, quienes desvían su atención hacia pequeños negocios inocentes mientras ignoran las verdaderas redes criminales protegidas por los propios cuerpos de seguridad.
Casos en municipios como Valle de Chalco, Chalco e Ixtapaluca evidencian cómo los policías de investigación y estatales mantienen vínculos con el crimen organizado.
Es un secreto a voces que algunos agentes trabajan en complicidad con narcomenudistas, extorsionadores y secuestradores, a quienes protegen a cambio de cuotas mensuales. Los llamados “izquierdos”, “madrinas” o “ayudantes” son los operadores de estos arreglos ilícitos, quienes actúan impunemente bajo la sombra de sus superiores.
Más que espectaculares operativos mediáticos, las autoridades estatales deben emprender una limpieza interna profunda en sus instituciones de seguridad. Es imperativo que se investigue a fondo a los funcionarios que, en lugar de proteger a la ciudadanía, sirven a los intereses de la delincuencia organizada.
Sin una depuración real y una reestructuración institucional, el operativo Atarraya será recordado no como una solución al problema, sino como otro episodio de simulación y corrupción en la historia de la seguridad mexiquense.
