Después de la pandemia, ¿cómo cambiar nuestra relación con el futuro?

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

La historia está llena de cisnes negros; es decir, eventos impredecibles que —concatenados— forman nuestro pasado. Aunque hoy muchos de ellos luzcan como consecuencias lógicas de los sucesos que los antecedieron, lo cierto es que en su momento fueron sorpresivos. Escapando a las tendencias y a las expectativas de lo mesurable, estos acontecimientos transformaron la realidad, instauraron grandes cambios y delinearon el futuro. Quizás algún día la pandemia del nuevo coronavirus luzca así, como un enorme caos que derivó de su situación previa con claridad, pero que no había forma humana de prever unos cuantos meses antes.

Un cisne negro es, para Nassim Taleb, un acontecimiento altamente improbable que termina sucediendo. Su existencia hace que nos quebremos la cabeza porque no tenemos forma de preverla. Las herramientas con las que miramos hacia el futuro nos permiten solo evaluar tendencias y probabilidades. No contamos propiamente con un oráculo sino con mecanismos científicos que apuntan hacia dónde avanzarán las cosas si mantienen el impulso que tienen en el presente. La cuestión es que dicha inercia suele ser modificada por cientos de factores azarosos que, al momento de la predicción, somos incapaces de observar.

Los cisnes negros no tienen precedentes en la experiencia del pasado. Nada en ella podría conducir a pensar que ocurrirían. Asimismo, pueden ser racionalizados una vez que han sucedido, e incluso suele demostrarse que se contaba con cierta información para imaginar que pasarían. Sin embargo, en prospectiva no pueden existir, pues los cisnes negros son —por definición— sorpresivos.

Cuando ocurre un cisne negro, la historia sufre un viraje y, ante lo impredecible, solo queda la posibilidad de improvisar y actuar al día. Normalmente nos conformamos con conocer las tendencias y pensar que estas se mantendrán, pero cisnes negros como la pandemia nos recuerdan que tenemos que esperar lo inesperado. Para Taleb, no podemos olvidar el papel predominante que tiene lo aleatorio en nuestras vidas y, en consecuencia, debemos prepararnos para lo improbable. Se trata de pensar en los espacios que han quedado al margen de las teorías para que estos no tomen a las sociedades por sorpresa.

En El cisne negro, Nassim Taleb recoge las principales falacias que dominan y vician la forma de conocer e —incluso— de relacionarnos con el futuro. La primera de ellas es la falacia narrativa, la cual se presenta al construir explicaciones causales conectando hechos aislados dentro de una historia que les dé sentido artificialmente. A esa falacia acuden tanto los historiadores como los periodistas o los estudiosos de la estadística. Sus consecuencias pueden ser muy peligrosas, pues generan la pérdida de conciencia sobre el origen de hechos aislados que pueden romper con los patrones establecidos.

Esa falacia evita que estemos preparados ante la inminencia de los cisnes negros. Cuando nos encontramos con la causalidad inventada de una narración a posteriori, tendemos a creer que los sucesos del pasado debieron ocurrir como lo hicieron. Dejamos, entonces, de entender que acontecimientos como la Segunda Guerra Mundial eran cisnes negros y atendemos a la retrospectiva para explicar aquello que en su momento era totalmente inesperado. Si queremos ser capaces de divisar los cisnes negros del futuro, tenemos que hacer visibles los del pasado, mostrarlos como sucesos inesperados frente a los cuales carecíamos de preparación.

La falacia lúdica, por su parte, es el resultado del estudio de la probabilidad con base en los juegos de azar, representada en la campana de Gauss. Esta tiende a ignorar la importancia de los eventos extremadamente improbables. La falacia de las pruebas silenciosas consiste en tomar en cuenta solo partes de la historia, pues la falta de existencia de pruebas positivas se asume como la inexistencia de un hecho. Un buen ejemplo de esta falacia es asumir que se está sano solo porque no se tienen exámenes que confirmen algún padecimiento. A muchas de esas personas que se creen inmortales frente al COVID-19, esta posibilidad —por improbable que les parezca— debería hacerlas, cuando menos, reflexionar.

A pesar de hacer conciencia sobre las falacias que ignoran la existencia de los cisnes negros, es necesario admitir que estos —por su naturaleza misma— no pueden anticiparse. Tal afirmación es un golpe duro contra la “arrogancia epistémica”, aquella petulancia desmedida que se tiene sobre los límites del propio conocimiento cuasi profético que sobreestima lo que se sabe o se asocia con la historia e infravalora la presencia fenoménica de la incertidumbre.

Para Nassim Taleb, resulta forzoso reconocer los límites de lo que se puede conocer, con la finalidad de evitar correr riesgos innecesarios que conduzcan a una crisis o debacle. La ignorancia, paradójicamente inteligente, implica reconocer que la aleatoriedad es

información incompleta, incognoscible y engañosa. Por esa razón, más que evitar la predicción, hay que evitar la “dependencia innecesaria de las predicciones dañinas a gran escala, pero solo de estas”.

El cisne negro de la pandemia por la que hoy atravesamos debería, por lo menos, hacernos pensar en el papel ínfimo que tenemos frente a un universo gobernado por el caos, el azar y, en suma, lo impredecible.

Manchamanteles

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