Rubén Cortés.

Sentado en el portal de su casa de Cayo Hueso (a una pedrada del muelle Mallory, donde se ve la puesta de sol más espectacular del mundo), Ernest Hemingway le dio al aprendiz de escritor Arnold Samuelson la más especial clase de literatura norteamericana: 

—Te presto Las aventuras de Huckleberry Finn. Es el mejor libro escrito por un norteamericano hasta la ocasión en que Huck se encuentra con el negro después de que le han robado. Esa obra marca el inicio de la literatura estadounidense. 

Mark Twain, el autor, está cumpliendo 110 años de muerto y de marcar el fin del dominio de los escritores del Este en las letras americanas, por su chispa tamizada con la sátira social y el desprecio a la hipocresía. 

Aunque no es Huckleberry la mejor muestra de su estilo: para saberlo hay que leer una parte de su obra en la que sus biógrafos exploran poco: Mark Twain columnista de periódicos. 

Muchas crónicas están en Guía para viajeros inocentes, pieza exclusiva, curiosa en la que arranca con una visión adelantadísima de lo que un siglo después llamaríamos la aldea global:

Viajar es fatal para los prejuicios, el fanatismo y la estrechez de miras, y mucha de nuestra gente lo necesita gravemente por estas razones. No se pueden adquirir puntos de vista amplios, saludables y caritativos sobre los hombres y las cosas vegetando toda la vida en un pequeño rincón de la tierra. 

También de la época, una verdadera partitura de Mark Twain articulista, es Hacia la anexión de Hawai, toda retintín, chispa, toda socarronería: 

Tenemos la obligación de anexionarnos esa gente. Podemos afligirlos con nuestro sabio y benefactor gobierno. Podemos producir la novedad de los ladrones en todas sus modalidades, desde el ratero de la calle hasta los empolladores municipales y defraudadores gubernamentales, y mostrar a ese pueblo lo divertido que es arrestarlos, juzgarlos y soltarlos de nuevo… por dinero o por “influencias políticas”.

Podemos avergonzarlos de su justicia simple y primitiva. Podemos dotarlos de jurados compuestos por los más simplones y encantadores bodoques.

Podemos proporcionarles corporaciones ferroviarias que comprarán sus legislaturas como trapos viejos y pisotearán a sus mejores ciudadanos. Podemos proveerlos de algunos Jay Gould que destruirán las anticuadas nociones de ellos en cuanto a que robar no es una cosa respetable. ¡Podemos suministrarles conferenciantes! Yo mismo iré.

Podemos convertir a ese puñado de islas soñolientas en el rincón más activo de la tierra y alinearlo dentro del esplendor moral de nuestra alta y santa civilización. La anexión es lo que necesitan los pobres isleños. “¿Negaremos la luz de la vida a las personas que viven en tinieblas?”

¿El préstamo a Samuelson? Sigue en la casa de Hemingway en Cayo Hueso. 

Ah, esa casa…

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