Un techo digno: el lujo del siglo XXI

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

“Cómo, entonces,

pensar en platos venturosos,

en cucharas calmadas, en ratones

de lujosísimos departamentos,

sí entonces recordamos que los platos

aúllan de nostalgia, boquiabiertos,

y despiertan secas las cucharas,

y desfallecen de hambre los ratones

en humildes cocinas.”

Rubén Bonifaz Nuño

El derecho a la vivienda en los entornos urbanos parece ser cada vez más una fantasía. La idea de hacerse de un hogar propio, para la mayor parte de la población que no tuvo en suerte heredar uno, luce día con día más lejana. Hace cincuenta años, las clases medias podían hacerse de casas espaciosas y dignas con el ejercicio de sus profesiones u ocupando puestos modestos; en el México de hoy, si tienen suerte, se harán de un departamento diminuto en las periferias que tardarán décadas en pagar. Sin embargo, para la mayoría eso jamás será posible.

El panorama en otras ciudades del mundo es incluso más absurdo. Las personas en situación de calle en las grandes urbes del llamado primer mundo tienen cada vez un perfil más diverso. El prejuicio nos lleva a asumir que el no contar con un techo donde dormir está relacionado necesariamente con un camino lleno de dificultades, donde no se tuvo acceso a la educación y tampoco al trabajo. Los hechos nos dicen que esta percepción es errónea. No sólo las personas en situación de pobreza han sido despojadas de su derecho a la vivienda; el problema es tan grande que las clases medias están siendo también profundamente lastimadas por él.

El problema no radica exclusivamente en los gobiernos locales. Se trata de un fenómeno promovido por un sistema económico que sigue privilegiando su crecimiento a costa de la propia dignidad humana. La vivienda es entendida como un lujo y no como un derecho. ¿En qué momento el piso mínimo de las condiciones de vida se convirtió en un accesorio exclusivo que sólo los mejor posicionados pueden adquirir? Para David Harvey (1935), el famoso geógrafo marxista, el problema es que nuestras propias ciudades no son construidas para el beneficio de la gente, sino para seguir engrosando las arcas de las cúpulas.

El derecho a la vivienda fue reconocido por las Naciones Unidas desde 1948, en el Artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Este reconocimiento se refrendó en los setenta, cuando entró en vigor el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. A casi un siglo de este primer compromiso, y a cincuenta años del segundo, los Derechos Económicos, Sociales y Culturales siguen siendo entendidos como lujos que sólo las naciones más desarrolladas pueden proveer a sus habitantes o, en todo caso, como dádivas que se ganan y se pierden con el paso de cada elección.

El derecho a la vivienda parece ir en picada antes incluso de alcanzar su reivindicación. Para el llamado “el geógrafo del capitalismo” David Harvey, este fenómeno es síntoma de un mal que nos aqueja globalmente y que pone en peligro los estándares mínimos de bienestar por los que aún se lucha en muchas partes del globo. Como lo dice en entrevista con La Vanguardia, “El Estado se ha reorientado, ha pasado de ser responsable del bienestar de la población como un todo a ser responsable del bienestar de las corporaciones capitalistas”. Es por ello que la palabra vivienda se ve en las grandes ciudades desposeída del elemento que creeríamos fundamental: sus habitantes. Edificios y edificios se construyen, siempre pensando en la inversión, en los de arriba, pero pocas veces pensando en quienes deberían verse beneficiados por esos techos.

A este nuevo modelo, Harvey lo llama “socialismo empresarial”. Y es que, en él, el Estado se pone guapo y pone de su bolsa, sólo que lo hace para subsidiar a las empresas y no para invertir en programas sociales (en cuyo caso, medio mundo se rasgaría las vestiduras y lo acusaría de despilfarrador). Por supuesto que el dinero no crece en los árboles y para efectuar este subsidio es necesario recortar de otros rubros y ¿qué mejor que la vivienda, le educación y esos DESCA que nadie considera vinculantes?

Frente a la crisis económica desatada por el coronavirus, y el engrosamiento de los sectores ya de por sí desprotegidos, las personas en situación de calle aumentarán en todas las esquinas del mundo. En México, con las fuertes redes familiares, el problema quizás muestre muchos rostros, entre ellos, el del hacinamiento. El mundo necesita reformular su camino o, en poco tiempo, la vivienda más diminuta, derruida y lejana será considerada un bien de lujo.  Cada día la pequeña aldea es devorada por la gran “Aldea Global” pagando caro el desafío como lo hemos resentido recientemente.

 

Manchamanteles

Frente al rebrote (o repunte, según sea el caso) de la pandemia alrededor del mundo, el pánico no se ha hecho esperar. Parece que el invierno nos agarrará sin suficiente papel de baño, tal y como lo hizo el verano. Ya lo dijo Giorgio Agamben (1942): los medios de comunicación masiva y las autoridades mundiales se han dedicado a difundir un “clima de pánico” que, más que el propio virus, ha sido el que ha impuesto el “verdadero estado de excepción”. En distintas partes del globo, las medidas de control han limitado la libertad de formas irrisorias. Como lo dice el filósofo italiano, está dinámica ha entrado “en un círculo vicioso perverso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerla”.

 

Narciso el obsceno

La pandemia ha vitalizado el reino de Narciso. A veces como defensa única y otras como exacerbación de nuestra condición humana. Lo cierto es que el narcisismo, la envidia, el enojo ansiedad son algunas de las caras de la pandemia que sofocan la sensualidad y disimula la lujuria.

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