COVID-19: ¿El origen de la distopia?

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

A la memoria de Sandro Cohen maestro, poeta y amigo

Durante los últimos meses, en distintos lugares del mundo se ha vivido un estado de excepción. La razón no es menor: un virus antes desconocido se propagó por todos los rincones y saturó los sistemas de salud de los países mejor preparados. El colapso no se hizo esperar y pronto los gobiernos tuvieron que tomar medidas drásticas. La amenaza es innegable, como también lo es el potencial peligro de algunas de las medidas tomadas. Las tan socorridas limitaciones a la libertad que han impuesto varias autoridades podrían estar sentando un precedente fatal para futuros atropellos. ¿Es posible que al mundo le salga más caro el remedio que la enfermedad?

No celebro la indolencia ni el cinismo. No creo que la actitud indiferente ante la propagación del virus sea nada más que lamentable. Pero tampoco encuentro inofensivas las acciones que limitan y pisotean la libertad del individuo. Es en este sentido que se posiciona el historiador Yuval Noah Harari, autor de obras como Sapiens: de animales a dioses, cuando dice que la verdadera amenaza no es el virus sino los grandes demonios de la humanidad.

¿Pretende el autor restarle importancia a lo que estamos viviendo? Para empezar, Harari ha señalado una y mil veces que esta pandemia nos ha encontrado en una posición mucho más ventajosa que otras epidemias que han azotado a la humanidad. Sabemos a qué nos enfrentamos y tenemos herramientas para hacerlo. No todas las que quisiéramos, es verdad, pero no estamos sin un techo frente a la tempestad.

La referencia más obvia es la de 1918 y 1919, pero lo cierto es que no hace falta ir tan lejos; con un poco de memoria basta. Cuando en los ochenta apareció el VIH/SIDA ni siquiera teníamos idea de contra qué estábamos tratando, y en los propios medios de comunicación corría la explicación fantástica de que aquel era un virus desatado por los prejuicios de un ser divino, como si de peste bíblica se tratara. No han pasado ni 50 años, y nuestras decisiones como sociedades siguen siendo errantes, pero eso no significa que no estemos en un mejor punto para enfrentar los retos.

La amenaza real, dice Harari, está cocinándose detrás. A cambio de la sensación de seguridad, seguimos perdiendo potestades que no deberían ser nunca entregadas. Una de las

cosas que este virus vino a hacer, socialmente hablando, fue legitimar un enorme aparato de vigilancia que ya se estaba tejiendo desde antes, pero que entra en su apogeo con la aprobación del Estado y de la ciudadanía.

Para aminorar el contagio, distintos países han echado a andar maquinarias que quizás nunca deberíamos haber activado. La vigilancia digital ya era una realidad antes del nuevo coronavirus. Lo mismo las redes sociales que las compañías de telefonía tenían acceso a información nuestra que ni siquiera nosotros mismos tenemos sistematizada. Sin embargo, esto se seguía realizando con cierto recelo. Se trataba de un secreto a voces que era más o menos señalado como dañino cuando salía a la luz. El problema es que ahora el Estado es parte de ello y se han potenciado así su alcance y sus posibilidades.

Tal como lo advierte Jaron Lanier, informático conocido por sus contribuciones a la realidad virtual, Harari también señala que estamos en una época en la que podemos ser manipulados sin siquiera sospecharlo. Y es que confiamos a las compañías de redes sociales una cantidad de información que no ponemos ni en las manos de nuestros mejores amigos. Esta, por supuesto, es utilizada para generar dinero sin importar cuánto nos transgredan en el proceso.

Debido a lo anterior, creamos un sistema que puede vigilarnos a cada paso, manipularnos a su antojo y que, encima, lo hace con la información que voluntariamente le entregamos. Peor que eso es que hemos validado este aparato y poco a poco lo dejamos difuminarse con el Estado. Lo que recibimos a cambio es poco más que la capacidad de ver Tik-Toks de extraños que dan consejos para preparar las mejores micheladas, o de gatos que hacen —por la fuerza— payasadas. ¿Es este un trato justo? Las próximas generaciones, las que solo conozcan la vida con las consecuencias de lo que hemos sembrado, no van a creerlo así.

Los tiempos son difíciles y requieren decisiones drásticas, pero las libertades no pueden olvidarse ni un segundo. La libertad de vivir sin vigilancia no debería parecernos tan fácilmente intercambiable. Ojalá nunca llegue el día en que la valoremos a fuerza de su ausencia.

 

Manchamanteles

¿Qué significa cederles a las redes todo el poder sobre nuestro afecto y amistad? En tiempos de anormalidad, o nueva normalidad, según se lea, la distancia es tanta que nuestro contacto ha sido cedido por completo a los gigantes de Silicon Valley. Nuestras alegrías y hasta nuestras nostalgias son hoy mediadas por Facebook y Twitter. En el proceso, se ha despersonalizado la interacción y lo que importa es el like, la atención del extraño, quien quiera que sea. Parece que no hay parte de nuestra mente que no hayamos cedido ya ante el asalto de la web 2.0.

 

Narciso el obsceno

Es la época del narcisismo. Nada lo hace más evidente que las redes sociales. Su actividad en ellas revela al narcisista, sobre todo con la publicación de las masturbatorias selfies. La premisa es clara: “Yo me amo; por lo tanto, tú me amas”. Menos iPhone 1000 y más psicoanálisis es lo que propongo.

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