Pasar por encima de los otros, ¿un derecho?

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

En la época de la web 2.0 las noticias falsas y la manipulación de la información trastocan todo. La forma en que nos integramos a la masa y nos empoderamos desde ella —tanto para fines idealistas como para mostrar una autoasignada superioridad moral— empaña también nuestra razón. No son pocos los casos en que nos descubrimos en un pedestal en el cual aseguramos que cualquiera que sea nuestro reclamo tiene el peso de la legitimidad. No es sólo nuestra culpa, hay que decirlo; esa actitud viene respaldada por la colectividad o por alguna figura pública que, ostentando un gran poder, les da la bendición a nuestras disparatadas acciones. Es en el seno de ese fenómeno que vemos nacer toda clase de quimeras, como algunas malas concepciones de los derechos humanos que, curiosamente, son sustancialmente opuestos a ellos.

Un ideal noble y profundo es la semilla de la que surgen los derechos humanos. Aunque estos fueron reconocidos internacionalmente, con algo muy cercano al consenso, hasta mediados del siglo pasado, lo cierto es que su raíz puede encontrarse siglos atrás. La meta de crear una sociedad donde todas las personas seamos libres e iguales —al menos en lo tocante a oportunidades mínimas— siempre ha estado en el horizonte. A veces ha sido olvidada o entendida de formas profundamente problemáticas, pero nunca ha desaparecido del todo.

La conceptualización que hemos alcanzado hoy nos permite entenderlos como una herramienta para conseguir el pleno desarrollo de todas las personas. Sin limitaciones de ningún tipo. Ni económicas, ni políticas. Ni discriminatorias, ni fundamentadas en el prejuicio. Por su propia naturaleza, los derechos humanos no son privilegios. No son el tesoro de un grupo exclusivo y su lógica se basa en la igualdad. No importa que tan distintas sean nuestras ideas, nuestras condiciones, en teoría, pertenecen a todos. La sola idea de que sean el arma o el instrumento con el que un grupo se coloque por encima de otros es contraria a su lógica interna.

Un privilegio, según la RAE, es entendido como la “exención de una obligación” o como una “ventaja exclusiva o especial que goza alguien”, ya sea porque fue concedida por alguien superior o por una circunstancia propia, como la clase social, el color de piel, la religión, el género (masculino), o muchas (pero no tantas) otras. Los derechos humanos no se oponen per se a la existencia de los privilegios, aunque esta aseveración será debatida o refutada férreamente según el cristal con que se mire. Es decir, que, para distintos enfoques, estos no se oponen, por ejemplo, al capitalismo; no están en contra de la riqueza, sino de la pobreza y la falta de oportunidades.

Los derechos existen con el ideal de darles a todas las personas las herramientas mínimas para realizarse con respecto a sus propias ideas, creencias y cultura. Es por ello que

contemplan la aparición de acciones afirmativas, de políticas enfocadas a reducir las desventajas en las cuales se encuentran ciertos grupos. Esto no significa que haya derechos especiales, sino que se requiere duplicar esfuerzos para conseguir la igualdad de personas que han sido maltratadas a lo largo de las décadas.

Así como no contemplan privilegios especiales, la naturaleza de los derechos humanos implica que su ejercicio no dañe a terceras personas. No existe tal cosa como ejercer un derecho en perjuicio de otro. Si para cumplirlo hay que dañar a alguien, entonces no estamos hablando de un derecho —o, por lo menos, no lo estamos entendiendo bien—. Tenemos, por ejemplo, libertad de creencias y de opinión, pero no importa lo mucho que una persona pueda creer que está bien patear a los extraños que se encuentran por la calle. Semejante creencia se opondría a la seguridad y al bienestar de los otros y, por lo tanto, este ser no tiene derecho a agredir a los transeúntes a voluntad. Parafraseando a Adolfo Sánchez Vázquez, en “Anverso y reverso de la tolerancia”, hasta la tolerancia tiene límites.

Lo mismo ocurre con una serie de derechos que hoy por hoy se inventan en las calles, con el cobijo de la web 2.0, ya sea en su modalidad multitud o en su modalidad opinadores que validan la conducta del abusón. Qué mejor ejemplo que el tema del uso del cubrebocas. No cabe duda de que su sola mención ya es controversial, pero nos centraremos en su uso en espacios privados (centros comerciales, gimnasios, entre otros muchos ), donde las políticas de las compañías pueden pedirnos usarlo. Son decenas los casos documentados en video de personas que agreden o insultan a los trabajadores que les solicitan seguir una medida de la compañía, frecuentemente respaldada por autoridades, como usar cubrebocas.

Los agresores se sienten vulnerados (¿?) y responden con violencia defendiendo su “derecho” a infringir las reglas de un espacio privado. Pero ¿quién les dijo que este era un derecho? Cuando ingresamos a un establecimiento mercantil, hay una serie de normas que tenemos que cumplir, como no portar armas, estar vestidos o no ir por los pasillos insultando al personal. Existen mecanismos (respetuosos de los derechos de ambas partes) para proceder en caso de que nos aferremos a actuar en contra de las normas. Pero a nadie se le ocurre decir que es su derecho entrar desnudo al supermercado o patear los aparadores de una tienda departamental.

Más complejos, pero no menos notables, son otros ejemplos que van surgiendo por ahí en momentos coyunturales. Por ejemplo, hace unos días surgió la idea en la web 2.0 de que sobrevolar una propiedad federal con un instrumento privado era un derecho. ¿Lo será? Ya nos lo dirán los expertos en la materia.

Manchamanteles

“El contexto no cabe en un tuit” dice Leonardo Haberkorn, el profesor uruguayo de periodismo cuya carta de renuncia se hizo viral hace unas semanas. La carta fue escrita en 2015 y hoy se retoma por razones difusas que necesitaríamos juicios o tesis para comprender. Además, señala Haberkorn, se viraliza sin su consentimiento e ilustrando puntos que ni siquiera pasaron por la mente del profesor. “El contexto no cabe en un tuit”, nos dice, descubriendo para el colectivo la trampa en la que la web 2.0 nos coloca.

Narciso el obsceno

Soy más interesante que x… Soy mejor que x… La comparación es una de las claves de la existencia de Narciso. Se espejea, pero sólo logra verse a él mismo y a sus fantasmas.

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