Las nuevas prisiones del juego

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

 El juego no se acaba hasta que se acaba

 Yogi Berra (3 de octubre de 1947)

Todas las revoluciones surgen de la incomodidad, del hartazgo de la opresión, de lo injusto, del cansancio de los esquemas tradicionales; surgen por la ambición de mirar un mundo distinto al que nos fue dado en herencia. Todas estas son formas de incomodidades que derivan en un movimiento que termina por sacudir las bases que pensábamos más sólidas. La revolución digital ha sido uno de estos fenómenos. Ha traído al presente vientos nuevos que no llegaron porque sí sino por la enorme fuerza que los invocó.

Tendemos a pensar en la revolución digital como una cadena de sucesos que se disparó sin intención alguna, que siguió simplemente la tendencia de la tecnología, que parece siempre abogar por nuestro bienestar. Lo cierto es que detrás de cada movimiento ha habido una intención. Y si bien no todas han sido fríamente calculadas, sí se han convertido en las bases del mundo digital por el que navegamos hoy. Entender nuestro presente en este contexto y mirar hacia el futuro con una perspectiva realista, previendo los fenómenos sociales que la web 2.0 cocinará en los años por venir, quizá demande que echemos una mirada a las bases.

Para Alessandro Baricco, novelista y ensayista autor de The Game (Anagrama, 2019), el mundo digital no surge de la nada sino de una serie de factores históricos que, al confluir, lo dieron a luz. Surge, además, en el seno de un grupo social muy concreto, aunque este no necesariamente tuviera reflexiones de clase o en torno a la opresión cuando lo creó. Aunque el autor ha dicho a La Vanguardia que no piensa que hubiera una reflexión filosófica detrás, sí cree que había un instinto que llevó a accionar a los padres y madres del internet y del mundo digital. Su intención era ir en contra de quien quiera que en sus mentes encarnara la figura de la autoridad y la severidad: en contra de los padres, en contra de la historia, en contra del siglo pasado, en contra del sistema y de lo establecido.

Pero todo impulso naciente termina por hacerse viejo, y la luz más brillante acaba opacándose por el uso, lo cual revela que puede saber tan rancia como los rayos que llegó a sustituir. Como ha dicho Nicholas Carr, el internet y la web 2.0 cambiaron muchas cosas, pero no nos han cambiado a nosotros. No han cambiado, por ejemplo, nuestras malas concepciones de la justicia, nuestra tergiversación de la idea de democracia ni nuestra necesidad de adorar a los ídolos contra los cuales nos advierten tantos textos antiguos y considerados sagrados.

Muchas revoluciones terminan por añejarse y sacar el lado represivo y autoritario del que tanto se quejaron antes. Quizá sea parte de la experiencia humana el crear nuevos mundos para liberarse de las cadenas de los viejos y acabar atrapados de nuevo, ahora en los más relucientes. La web 2.0 llegó con sus promesas antisistema y prodemocracia, únicamente para terminar creando un nuevo orden económico donde los dueños del algoritmo ostentan el poder que antes presumían los dueños de las viejas empresas de medios. Sigue hablándose de más participación, del peso de la opinión pública, ¿pero quiénes mueven realmente los hilos del juego de poder de la web 2.0?

Tal vez la respuesta no apunta hacia un complot internacional por la dominación mundial sino hacia algo más simple. Hoy los algoritmos de las redes favorecen nuestras pasiones desmedidas, sin importar si estas son antidemocráticas o no. El odio y el enojo avivan las entrañas del algoritmo como si se tratara de un incendio forestal, y alimentan las arcas de los dueños de las empresas de las redes a costa de procesos injustos, viscerales y despegados a derecho en contra de quienes tienen el papel del sacrificado a los dioses de la red.

Fueron los marginados quienes crearon este mundo por sus gustos e intereses —no hablo en términos sociales ni de clase— y a lo mejor la falta de reflexión filosófica los llevará a crear un mundo igualmente marginalizador.

Para Baricco, nuestra sociedad y el mundo digitalizado con el que hoy convivimos han elegido la estructura formal de un videojuego. No porque seamos seres lúdicos o poco inteligentes, sino porque tomamos de estos últimos una serie de atributos que aplicamos hoy a nuestro contexto social. Son los videojuegos la raíz que alimentó a los padres y madres de la web 2.0, y es en esas bases donde podemos leer muchos de los rasgos hoy distintivos de nuestro entorno: la inmediatez, la incapacidad de profundizar en los asuntos y la necesidad de respuestas rápidas a todos los estímulos.

Nuestra civilización ha terminado con el culto a la profundidad, dice el autor de The Game, quizá desde una perspectiva mucho más idealista, donde ello significa libertad para la mente. Sin embargo, detrás de esta aseveración hay muchas implicaciones, entre las que puedo pensar en la carencia que hoy nos impide mirar la realidad social mediante análisis y reflexiones que vayan más allá de un tuit o de los titulares de los medios digitales. Otra es mirar al ser humano como ser de una sola cara que queda definido por el contenido de sus cuentas de redes sociales. ¿Cómo seguirán evolucionando valores, antes supremos, como la justicia y la democracia a lo largo de la historia de la web 2.0? No para profundizarse (eso es seguro). Sin la fiesta del juego que es caudal de las sociedades, el humor se mimetiza tácticamente. Urgen vientos de encuentros lúdicos para saber una y otra vez que el juego debe seguir hoy más que nunca.

 

Manchamanteles

Dice Alessandro Baricco que la pandemia ha llevado a muchas personas a hacer las paces con la revolución digital y solo hace falta mirar la cantidad de personas, empresas y servicios que mudaron a este entorno durante el último año para apreciar la verdad de sus palabras. No todo es blanco y negro en la creación humana y no hay duda de que, en esta pandemia, el mundo digital ha sido el gran ganador, el que nos ha permitido seguir cerca, estando lejos, y mantener vivas nuestras actividades del día a día.

 

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