Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.  

Podría empezar este texto hablando sobre el lugar común que es la apocalipsis. Me niego a hacerlo, primero, por lo desgastado que está el tema, y, segundo, y quizás más importante, porque la razón me lo impide. Si dedico hoy estas líneas a ensalzar el pesimismo como un lente para interpretar la realidad no lo hago porque crea que el mundo va a acabarse precisamente el día de hoy. Tampoco me sorprendería si así fuera —soy un pesimista—, pero mi intención no es pregonar a los cuatro vientos que el juicio final está a la vuelta de la esquina. Puede que lo esté, puede que no, ¿quién soy yo para saberlo? Y qué pecado tan vanidoso querer saber cuál es el futuro del mundo. Nuestra cosmovisión es también un imaginario .

Si digo que soy un pesimista, mas no un pregonero del fin del mundo, es porque noto un fenómeno sucediendo en los medios de comunicación de masas. No sólo en los convencionales; también en las redes sociales. Hoy todo se vive como si fuera la ceremonia de clausura de la humanidad entera. Cada momento es el final de los tiempos. Cada acción errante de un gobierno es el final de la democracia. Cada declaración sobrada es suficiente para enterrar a una persona. La realidad es llevada a su máxima potencia y la vivimos como si cada una de sus fibras nos atravesara el ser.

En las redes sociales el efecto se magnifica. Cada palabra, cada acto, se yergue como el mensaje que anuncia la caída de los imperios, el abandono de los dioses. Es irónico, realmente, porque para tratarse de un anuncio de importancia tal, su recepción se da con poca solemnidad, ya sea desde la cola del banco o desde la comodidad del retrete. Y no, nadie sale disparado, corriendo en pánico después de leerle. Recibimos mensajes como éste por decenas cada semana. Todos los pensamos verdaderos y, aun así, continuamos con nuestras vidas. En el fondo sabemos que, cuando sea realmente el fin del mundo, hemos de notarlo porque no será piadoso.

Ser pesimista significa reconocer que hay un montón de cosas mal y que la mayor parte de ellas seguirán así de mal hasta el final de la propia vida. Muchas de ellas, incluso, empeorarán. Significa reconocer que en ellas tenemos más bien poco impacto. No importan los alaridos ni las muchas veces que nos paremos de pestañas: no serán nuestras pasiones las que las cambien. Pero significa también reconocer que, en ese mar de niebla, la vida es probable, porque así ha demostrado serlo para millones de humanos. Y que en medio de ese pantano, pequeñas modificaciones se realizan en favor del bienestar, porque, nuevamente, la experiencia así lo muestra.

El pesimista sabe que el final siempre está cerca, así que no necesita del oráculo que se lo anuncie. La humanidad ha vivido siempre con la muerte pisándole los tobillos, eso no ha sido nunca novedad, ¿por qué lo sería hoy? Y aun así, piensa el pesimista, hay algunas probabilidades de cruzar una que otra meta, pero no se sorprende si no lo logra: todo apuntaba hacia allá, hacia el fracaso.

No minimizo la gravedad de los tropiezos y atropellos del día a día. No abogo por la indolencia ni por la inacción. Bienvenido sea todo impulso de cambio favorable. Bienvenidos los vientos nuevos y todo intento por darle un respiro al planeta y a las nuevas generaciones . Sin embargo, señalo que es insostenible vivir cada día como si el todo estuviera a punto de ser absorbido por un hoyo negro. O, lo que es lo mismo, vivir todos los días con la existencia en un hilo. Hacerlo conseguirá, en efecto, precipitar el final personal. Y es que no creo que las entrañas de nadie aguanten ser sometidas a semejantes dosis de estrés.

El fin del mundo se ha pregonado desde siempre y así ha aprendido a vivir la humanidad. ¿Qué se supone que hagamos, si no? ¿Sentarnos a esperar el cataclismo? ¿Y si se demora demasiado y nos gastamos inmóviles días, meses, quizás años? Y aunque fuera un día, ¿no podríamos hacer con él un poco más que esperar resignados?

El pesimista reconoce que, como lo dijo Charles Dickens en su Historia de dos ciudades, “es el mejor de los tiempos, es el peor de los tiempos”. Mira el caos a su alrededor, no lo ignora, lo toma en cuenta para tomar sus decisiones, y luego actúa, consciente de su poca libertad y de las altas probabilidades de fracaso. Incluso con la pandemia y los muchos nubarrones negros de nuestros tiempos. No piensa que la magia intercederá por él para regalarle precisamente esas posibilidades favorables; sabe que el error y la fatalidad son el resultado casi seguro. Pero entiende que eso es la vida, que el destierro del paraíso fue hace bastante y que ya va siendo hora de dejar de lamentarlo.

 

Manchamanteles

La humanidad no saldrá siempre victoriosa, eso lo sabe de cierto el pesimista. Y por eso no ignora las llamadas de auxilio de su entorno. Un poco de pesimismo nos vendría bien a todos para tomar de una buena vez cartas en el asunto e impedir que el calentamiento global siga avanzando y causando estragos irremediables.

Narciso el Obsceno 

“Narciso.

Mi dolor.

Y mi dolor mismo”.

Federico García Lorca

 

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