El miedo a la vejez o la inminencia de la muerte 

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

Una bella ancianidad es, ordinariamente, la recompensa de una bella vida. 

Pitágoras de Samos 

 

El arquetipo del ser humano en la vejez ha tenido diferentes acepciones a lo largo de la historia de la humanidad. En los periodos más antiguos de la civilización se reconocía la importancia de la vejez, lo mismo que en el senado romano o en los espacios monásticos medievales, pues el viejo jugaba un papel asociado a la sabiduría y la cohesión del grupo. Pero al mismo tiempo han existido lugares y épocas donde la vejez se combate con fiereza, el mundo griego y renacentista son ejemplos clave, pues la juventud era el único estado deseable en la vida. Por desgracia, en nuestro propio horizonte cultural pasa algo parecido: la vejez es mal vista, los viejos son aislados y olvidados y las personas sin importar su edad, gastan cada más día tiempo, dinero y esfuerzo para no parecer viejos. 

Mientras a la vejez se le ha asociado con la experiencia, la sabiduría y la templanza, también se le relaciona con la decadencia, la fealdad y la dependencia. En la antigüedad clásica era común la idea de que una vez que se alcanzara a una edad de decadencia que imposibilitara a la persona ser independiente, era deseable optar por el suicidio. Los adjetivos que se imponen a la vejez han sido variables, pero hay que decirlo, han sido todavía más injustos con las mujeres, mientras que el hombre que envejece puede ser virtuoso a los ojos de la sociedad, a la mujer que envejece se ha impuesto una suerte de caducidad desde el patriarcado que, como siempre, está ligada al dominio del cuerpo femenino. 

En la Edad Media, cuando una niña recién llegaba a la pubertad se le consideraba una mujer, por eso la esperanza de vida femenina era mucho más corta que la del hombre, pues era común morir en el parto. Dentro de la nobleza, los infantes se comprometían con adultos para garantizar alianzas familiares y se les casaba en cuanto llegaban a la pubertad, evidentemente también eran más usual entre las niñas. Para el siglo XIX, que un hombre mayor se casara con una niña recién llegada a la pubertad no sólo era normal, sino que incluso era deseable. Un varón de edad adulta simbolizaba estabilidad económica y un hombre soltero a los treinta años estaba en su plenitud, aunque una mujer de la misma edad ya no era materia de matrimonio. Hoy la situación no ha cambiado del todo: el matrimonio infantil sigue siendo un gran problema, además de que la edad legal de consentimiento es de apenas 16 años, muchas menores de edad son madres sin haber alcanzado la madurez económica y mucho menos emocional. 

En las últimas décadas, la imposición sobre la juventud ha llegado a niveles enfermizos e incluso irreales. Para las mujeres continúa siendo mayor, pero los hombres no se salvan. Los medios de comunicación aunados a la economía de consumo bombardean nuestra sociedad con mensajes que rechaza la vejez, que obligan a extender el periodo de la juventud a límites imposibles y que asocian la salud y la belleza con una apariencia jovial, independientemente de la edad de las personas. Por un lado, los internautas se burlan de Cher o Madonna, pero celebran a Jennifer López o Shakira por no aparentar la edad que tienen. Es decir, se trata de que la edad real no pueda ser inferida. Pasar desapercibido como viejo implica intervenir el cuerpo, usar cierto tipo de ropa, tener cabello y negar cualquier actitud que pudiera parecer de alguien mayor. 

Los grandes negocios de la medicina plástica, la cosmética rejuvenecedora, el boom fitness y de la industria alimentaria, el temor a la exposición solar y la fobia generalizada a las canas y las arrugas, son muestra del terror social ante la finitud, a la decadencia y la vejez. Los procesos naturales que indican que nuestro cuerpo pasa por etapas desde el nacimiento hasta la muerte, que implican remontar al principio y encontrarse al final con el declive, son disimulados con graves consecuencias para la “salud mental” y emocional, pues producen una enorme frustración, pues es imposible detener el tiempo. 

Sin importar cuantas cirugías, cremas rejuvenecedoras o ropa ajustada se use, hay procesos irreversibles. Uno de ellos es sin duda el término de la edad fértil, el tema va más allá de la reproducción en sí misma, pues, aunque los adelantos científicos permiten hoy en día, congelar óvulos, producir erecciones o contar con bancos de esperma y úteros en renta; los cambios que se producen en el cuerpo de las personas a nivel hormonal nos recuerdan que no podemos luchar contra la finitud. Nuestro cuerpo está programado para terminarse y a pesar de que se le niegue, es parte de la vida y permite la supervivencia de nuestra especie. 

Aunque estamos acostumbrados a detenernos en los aspectos negativos de la situación, lo cierto es que hemos avanzado bastante. Más que por una apariencia jovial, deberíamos preocuparnos por tener una vida realmente saludable: es benéfico comer de manera correcta, hacer ejercicio y evitar las sustancias adictivas, pero no por un miedo irracional a vejez, sino para conservar nuestro cuerpo en el mejor estado posible de acuerdo con nuestra edad, con tal de tener la mejor calidad de vida posible. Las canas no son el problema, sino las enfermedades crónico-degenerativas. En nuestro país hemos alcanzado una honrosa esperanza de vida de más de setenta años, lo cuál es gratificante, considerando que hace unos siglos la media era de treinta.   

Desde el feminismo crítico se ha cuestionado bastante la idea de la vejez asociada a la caducidad de las mujeres. Las mujeres vistas como objetos sexuales y reproductivos eran valoradas en función de su capacidad para cumplir con los estándares de belleza y los trabajos impuestos a su rol. Pero las personas somos mucho más que el cuerpo que nos contiene. Desgraciadamente, el capitalismo neoliberal ha promovido la idea de que somos objetos de consumo, hechos para el goce de los otros y donde la “salud mental” y emocional pasan a segundo término. Todas las personas valemos por mucho más que nuestra apariencia y tenemos derecho a ser respetados en dignidad. Es preciso dejar de promover ideas que nos convierten en cosas y aprender a discernir la importancia del ser y la existencia, sabiendo que es finito. El temor a la vejez lleva implícito un temor más grande: el miedo a la muerte. Pero morir es inevitable, y está bien. Eso nos permite apreciar cada día, fijarnos en lo trascendental. Lo importante es una vida plena donde haya felicidad y respetar nuestros cuerpos, que hacen mucho por nosotros y tienen derecho a envejecer con dignidad y alegría. 

 

Manchamanteles 

En su texto “Sobre el cuento”, Julio Cortázar con su enigmática pluma obliga a abrir caminos críticos de interpretación, pues uno de sus mayores éxitos como escritor de relatos breves y cuentos está en explotar magistralmente la polisemia del lenguaje. Cortázar reconoce el valor de la construcción literaria desde el universo inconsciente, la escritura como representación. En sus líneas establece la frontera entre el autor y su artefacto literario, ente lo individual y lo universal. Cuando Cortázar sostiene: “Quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente logrado, y en especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a un medio exterior al terrero neurótico”, describe un proceso artístico donde la escritura supera la racionalidad. 

 

Narciso el obsceno 

Narciso está siempre cegado por la juventud. El que no envejece se pierde del resto de la trama.  

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