Posdata al elogio de lo cotidiano

Boris Berenzon Gorn

Boris Berenzon Gorn.

Did you ever hold a hand to stop its tremblin’

Did you ever watch the sun desert the sky

Did you ever hold a woman while she’s sleepin’

Just don’t let the good life pass you by

Cass Elliot, Don’t Let the Good Life Pass You By

Mientras las pulsiones nos guíen habrá un guiño, una mirada, una sonrisa, un grito, o un llanto que surja en cada instante de nuestra existencia el laberinto poético al que Michel De Certau llamara La Invención de lo Cotidiano.

Las vidas de las sociedades están organizadas en torno a los grandes eventos. Ya sean fiestas religiosas, partidos de futbol o eventos astronómicos, estas huellas en el calendario tienen el poder de congregar a la comunidad y dejarla detener, por un soplo, el paso del tiempo. Alrededor de tales sucesos organiza el individuo sus anhelos y expectativas de futuro. Pero no sólo es él, sino el grupo entero el que elabora estos constructos en torno a los grandes hitos cuyos verdaderos dueños son el tiempo y el espacio. Aunque los eventos extraordinarios representan una de las formas que tenemos de hacernos conscientes del paso del tiempo y nuestra relación con él, ésta no es la única. Entre una y otra estela, fluye sin parar la cotidianidad. A veces apreciada, otras completamente desdeñada, pero siempre incontenible.

Sabia siempre, Juliana González nos dice: “Pero poco podría hacer el discurso filosófico y ético si no hay escucha y respuesta real para él; si el no corresponde al deseo profundo de la propia naturaleza humana, a las originarias pulsiones de la vida, al eros mismo como esencia del hombre. Es del poder del eros, y solo de él, de lo que depende el porvenir del homo humanus.”

Tenemos dos formas de pensar en el futuro, de desearlo e incluso de temerlo. Esta bifurcación de la mirada es la misma con la que concebimos también el pasado y el presente. Lo ordinario y lo extraordinario se ofrecen como dos variantes de una misma corriente, como un río muestra a veces su mansedumbre y otras cuantas, las menos, la fiereza de su paso. Nuestra vida puede ser contada por las grandes alegrías —el primer beso de la novia de la infancia, la primera vez que sentimos el mar en los tobillos—, como también por las más aparatosas miserias —la misma novia que nos dejó sin más adiós que una bofetada, el mismo mar casi devorando nuestra entonces diminuta corporalidad—. Entre unas y otras encontramos el flujo tranquilo y repetitivo que tenía, tiene o tendrá la vida mientras esperamos que lo extraordinario vuelva a hacer su aparición.

Del pasado no recordamos sólo los días lúdicos en los juegos de escuela. sino también —y quizás con mayor brillo— los guisos que entonces solíamos saborear a la hora de la comida, el almuerzo que nos enviaban al colegio —o no—, la figura del padre o su ausencia, los amigos con los que reíamos a media clase, las vergüenzas y preocupaciones que hoy nos parecen absurdas, pero que en las que entonces, se jugaba el todo. Aunque del futuro demandamos lo excepcional, cuando pensamos en el pasado, frecuentemente, la faceta que añoramos es la cotidiana.

A pesar de nuestra capacidad de admirar la cotidianidad pasada, parece que a veces somos incapaces de mirar con los mismos lentes el presente. Con el futuro no nos cuesta tanto; miramos hacia adelante y, aunque también anhelamos lo extraordinario, fantaseamos con las formas en que nuestras vidas cambiarán en los detalles más nimios. Dónde viviremos, el trabajo que tendremos, los pequeños rituales que repetiremos cada mañana. Sin embargo, una vez que los tenemos en las manos, solemos despojarlos de importancia. Añoramos la cotidianidad pasada, anhelamos la futura y frecuentemente despreciamos la presente.

El flujo de lo cotidiano nos parece inacabable. Nos entrega, a manos llenas, experiencias comunes de las que apenas registramos fragmentos. Se acaba una y la sustituye la siguiente. Y luego otra más. Todas simples, comunes, triviales. Parecen provenir de la codiciada fuente de la juventud. Pero la realidad es que, aunque abundante, ese pozo es finito. Hay un número limitado de nimiedades que experimentaremos en la vida. Los días comunes y estereotipados, por mucho que vivamos, no superarán los miles.

El ritmo cotidiano y el sistema de consumo nos piden que despreciemos cada vez más la cotidianidad. Lo importante son los estímulos nuevos y extraordinarios, nos dice una ola de mensajes guardianes del ideal de la economía creciente al infinito. Si sólo somos felices mientras dura lo excepcional —y si lo excepcional sólo puede ser provisto por el consumo— estaremos entonces en el ciclo sin fin de crecimiento perpetuo que añora el sistema. Sin embargo, este ciclo nos despoja de la mitad de nuestra relación con el tiempo: lo cotidiano, lo soso, lo común y lo corriente.

Es cierto que orbitar en torno a lo extraordinario es parte de la experiencia humana. Las sociedades se organizaban así desde mucho antes del capitalismo. Sin embargo, esto no es toda la experiencia humana. Ser humano también significa estar aburrido, estar solo, mirar la pared, mirar el techo, no encontrar nada qué hacer, pudrirse en ocio. Remover esta experiencia —y hacernos incapaces de disfrutarla— significa una mutilación del propio ser.

Vivir en torno a los estímulos intensos, por muy hedonista que parezca, hoy por hoy puede significar una vida de insatisfacción. Entender que la vida está hecha de eslabones simples, triviales, a veces incluso grises, quizás sea el primer paso para disfrutarla en verdad.

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