El molcajete y la licuadora

Por. Miguel Angel Sánchez de Armas

Del encuentro, choque o fusión entre gachupines y mexicas -o como queramos llamarlo mientras se ponen de acuerdo los antropólogos y los inquilinos de Palacio y de la Zarzuela- heredamos la fascinación por las cédulas y los códices. 

Lo que no está escrito no existe. Entre más minuciosamente detallado, mejor. Las palabras se las lleva el viento. El cambio va en contra del orden universal. Todo debe ser según lo dispuso Huitzilopochtli, su Real Majestad Católica o el SAT. Los herejes serán arrojados al fuego. Los guardianes del status lo son también de las virtudes.

Me abruma esta resistencia al cambio. Con la pequeña parte moderna de nuestro cerebro y temperamento damos la bienvenida a las innovaciones. Con el 98% restante urdimos mil maneras de rechazo. Somos como los nativos del África ecuatorial que sentían que las cámaras les atrapaban el espíritu y debían ser destruidas junto con sus operadores, en un ritual de espanto y fascinación.

Hace años, en una revista que fundé se cambió de un sistema arcaico de diseño a uno moderno. Lograr que la formadora aceptara la actualización fue como lidiar con una anguila enjabonada. Bajo mi mirada abría el programa nuevo. Apenas me descuidaba regresaba al antiguo, conocido, confiable y obsoleto procedimiento, “por si las moscas”. El molcajete junto a la licuadora.

Fui invitado a dar la conferencia inaugural de un congreso de comunicación en la Universidad de California en San Diego. Al término de la ceremonia una señorita me presentó una forma y un cheque en dólares. En el escrito se asentaba que no era yo empleado de la Universidad y que no tenía adeudos con el fisco nacional, llamado IRS. Fue todo. Desde luego invertí los honorarios en mis centros de recreo favoritos. 

Más tarde, en México, el IMER me convidó a impartir un taller. Llené no menos de seis formularios, con más casillas, folios, transcripciones de leyes y reglamentos que el decreto real con el que los de Anenecuilco justificaron una revolución. Hube de entregar copias de identificaciones oficiales y de cuentas bancarias y una declaratoria jurada de que no estaba yo en la nómina de ninguna dependencia estatal. 

Con el tiempo recibí un exiguo cheque –menos el importe de una torta y un refresco que no reembolsaron porque la nota no reunía los requisitos fiscales- que tardé meses en cambiar.

Más. Viajé a Nottingham en la pérfida Albión a un congreso académico. Por internet aparté y compré el pasaje aéreo y boletos terrestres de Gatwick al pueblo donde, dicen, vivió Robin Hood. El conductor del autobús apenas si miró el impreso que le mostré. 

Ah, pero acá, cuando compro un boleto electrónico en el ADO para ir a Xalapa, en la ventanilla me piden la credencial del INE para asegurarse de que soy yo y no un impostor el que pretende usar el billete de 214 pesos para tomar por asalto la Atenas del Golfo. 

Después debo firmar original y dos copias de un impreso que repite todos los datos de la tarjeta de crédito –que ya descargó el importe a las cuentas de la empresa- y que durante los próximos 150 años reposará en una bodega con otras cinco mil toneladas de papel. ¡El molcajete y la licuadora! … Por si las moscas.

¿Otro ejemplo? Llevé a Bancomer el cheque en dólares que una línea aérea me expidió en compensación por dejarme en tierra. El gerente tomó el documento con mano cauta, como si fuese papel contaminado. Lo examinó largos momentos, ceñudo, y pronunció la sentencia: “¡Esto no es un cheque!” 

Sugerí tímidamente que lo cursara por cámara de compensación y, en caso de no ser lo que con grandes letras decía en el anverso, la institución fundada por Espinoza Iglesias me podría llevar a los tribunales bajo cargos de fraude. Me miró incrédulo. ¡Un cliente que cuestiona! 

Analizó una vez más el documento. “¡Ajá! ¡Está falsificado! ¡Aquí, aquí mismo, en donde dice usted que está su nombre, una ‘S’ fue alterada para convertirla en ‘Z’!” El sujeto se quedó con copia del documento y de todas mis identificaciones para iniciar el trámite que primero sus superiores debían aprobar… en caso de que certificaran la autenticidad del documento. 

Eso fue hace seis meses. Otro banco reembolsó el dinero mientras en Bancomer siguen dándole a la mano de su molcajete con la licuadora apagada y en su caja, no se vaya a gastar. 

Pero Banamex no fue mucho mejor. En una sucursal un atento empleado me dijo que debía esperar cinco días hábiles para que el supercentro de computación del banco me otorgara un número de cliente. Es decir, lo van a buscar a mano… con la mano con la que mueven su propio molcajete.

La odisea con Banamex resultó más larga que la Cuaresma. Después de cinco días hábiles, el megacentro superheterodyno de cómputo liberó el número de cliente. Pero no de buen modo. Resulta que el mismo supercentro tiene registrados dos domicilios míos, cosa verdaderamente inexplicable dado que los estados de cuenta llegan a uno solo, el que está en mi credencial del INE. 

Tuve que hipnotizar al “ejecutivo” (porque ya no se llaman “cajeros”) como Luke Skywalker mesmerizó al chambelán de Jabba the Hutt, para que aceptara que la segunda dirección es realmente un asilo para banqueros pobres. Llevó a cabo las operaciones necesarias y me informó que en un plazo “de diez a quince días”, el sistema unificaría mis cuentas. 

¡Bendito Dios! Pensé para mis adentros que con diez personajes así en el Programa Manhattan, Hiroshima y Nagasaki seguirían en pie. También tuve una visión metempsicótica del interior de la fortaleza computacional del banco y creí adivinar cientos y cientos de largas mesas en donde afanosos empleados manipulaban relucientes ábacos importados de China.

Con el número en mano corrí a la computadora más próxima y al abrir el portal de banca electrónica supe que desde el año pasado esa clave es insuficiente y ahora se requiere un “código bancanet”. 

Volví a la sucursal. Hipnoticé de nuevo al ejecutivo. Confesó que “como a veces no es necesario” le quiso ahorrar al banco el aparato bancanet. Me hizo firmar diez juegos de solicitudes. Copió de nuevo mis identificaciones y me entregó el mentado dispositivo. Regresé al ordenador. Varios formularios más tarde, la amigable banca electrónica desplegó un anuncio para hacerme saber que  para realizar operaciones debía solicitar un “password” en mi sucursal más cercana. Lo dicho, el “tercer mundo” de la mente.

Luego vino el episodio que me convenció de que si el director general y el Consejo de Office Max reemplazaran a los integrantes del sistema de seguridad nacional mexicano el guacamayaleaks hubiera sido imposible.

Llevé a fotocopiar un libro de cuentos de mi autoría para enviar el duplicado a un editor interesado en la obra. En la portada, sobre las gruesas letras que me identifican como autor, está la fotografía que hace años me tomó mi amigo Pedro Valtierra y que uso como retrato de Dorian Grey para ocular los estragos que el tiempo ha asestado al original. 

Una señorita me informó que no podía copiar más del 10% del total, para proteger “los derechos de autor” del, valga la redundancia, autor. Le informé que el autor estaba precisamente frente a ella y que autorizaba la copia del 100%, aseveración que acompañé con la exhibición de mi credencial del INE y la promesa de obsequiarle un ejemplar firmado.

-No podemos, señor. Nuestra política es muy clara: sólo el 10%. Así protegemos los derechos de los autores.

-La felicito a usted y a su empresa. Pero en este caso en particular, dado que yo escribí este libro, como se muestra con mi nombre y mi fotografía en la portada, esa política no tiene sentido.

-Lo siento, señor.

-Llame al gerente. Quiero hablar con él.

Para no alargar el cuento, finalmente pude convencer al gerente y después de firmar una petición y dejar copia de mis identificaciones, me “hicieron el favor” de proporcionarme el servicio.

¡Ay de mí! Soy de lento aprendizaje y tiempo después volví a la misma empresa para obtener una copia de un reconocimiento académico, un pequeño diploma, con mi nombre y sin fotografía, en donde consta que yo, Fulano de Tal, obtuve mención honorífica en el Programa Equis. Quería enviar a mi hija una prueba irrefutable de que su papá sí pisó la universidad.

Pues resulta que no. La empresa tiene “una política” para no reproducir “documentos oficiales” al tamaño en color, porque con frecuencia “la gente hace mal uso de ellos”. De nuevo la discusión con los jóvenes del mostrador. De nuevo apareció el gerente. Le dije:

-Estoy de acuerdo en que no reproduzcan billetes de banco, pasaportes, credenciales, licencias de manejo, cédulas y títulos profesionales y timbres postales al tamaño, señor, pero lo que tengo aquí es un reconocimiento, una especie de felicitación. 

-Pos esa es la política de la empresa … pero aquí entre nos, y porque me cayó bien, podría ayudarlo y sacarle una copia al 95%, respondió el sujeto, con un asomo de complicidad.

Asombroso. En Office Max no venden productos o servicios; su negocio es “ayudar” a clientes tontos como yo, incapaces de distinguir entre un “documento oficial” y una “constancia” privada. Repetí la letanía. Insistí en que como titular identificado de la constancia el servicio solicitado ni era irregular ni violatorio de disposición legal alguna.

Se me iluminó el cacumen. Exigí ver los artículos de la tal “política” empresarial. La respuesta fue sensacional, digna de los anales de la libre empresa y caso de estudio para el Instituto Panamericano de Alta Empresa y la Harvard Business School: 

“¡Tenemos la política de no mostrar nuestras políticas de operación!”.

La SeDeNa y la SeGob pueden dar por terminada su búsqueda de expertos en diseño de políticas de seguridad. Colocados en puestos estratégicos, los ejecutivos de Office Max en poco tiempo blindarían al país contra la más leve infracción al status quo y harían ver a las burocracias socialistas como orgías del liberalismo y de la eficacia.

Qué licuadora ni qué molcajete. ¡El metate, my friends!

 

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