Elogio a la cotidianidad

Boris Berenzon Gorn.

A Saray Curiel, con todo mi afecto y solidaridad en estos días negros

 

El contacto con la trascendencia en la vida

lleva al crimen, a la locura y al absurdo

                                            Sören Kierkegard

 

Hay eventos que cambian nuestras vidas por completo. Cuando nos damos cuenta, el escenario que habitamos es otro totalmente distinto. El cielo es el mismo; también, la tierra que pisamos. A veces lo tangible permanece inalterado, pero hay algo en el ambiente, algo en el tono que han adquirido las palabras que se ha modificado para siempre.

La pandemia de COVID-19 ha sido, sin duda, uno de esos momentos. Hace unos cuantos meses, 2020 iba a ser un año más. Los sueños no nos cabían en la cabeza y la confianza ciega que solíamos depositar en el camino se mantenía como un faro que nos permitía navegar en un mar de incertidumbres. Los cambios radicales suceden siempre así. Cuando uno abre los ojos, ya está en otro mundo.

No podemos decir que el destino no envió a sus mensajeros. Estos recorrían el mundo desde diciembre pasado, pero preferimos desoírlos. Alguien más se haría cargo del problema; esa era nuestra esperanza. Alguien más, más preparado, más responsable, le haría frente a la catástrofe. Pero ese alguien no llegó, y la poca unión de la que puede presumir el mundo hoy día se manifestó cuando prácticamente no quedaban naciones libres del virus.

El COVID-19 lo ha trastocado todo: nuestras formas de comunicarnos, nuestras expectativas inmediatas de la vida, nuestros planes banales y también los más profundos. Cambiaron nuestro consumo, nuestros espacios de trabajo, el concepto de esparcimiento y recreación. La forma como entendemos el hogar quizá no vuelva a ser la misma. Varias generaciones recordarán por muchos años este momento como uno de los que más marcaron la vida colectiva. El nuevo coronavirus ha sido un parteaguas para estas sociedades, una desviación en el camino que no tiene retorno.

Frente a todos esos cambios, y a veces sin hacerlo tan consciente, lo que más hace falta es la cotidianidad. Lo extraordinario deja un vacío menos perceptible. Los momentos especiales que tenían lugar de tanto en tanto no lastiman el día a día con su ausencia; quizá, porque ocurrían con mucha menor frecuencia y, por ello, no impactaban en el devenir diario. Los momentos comunes que hoy no existen, sean los que hayan sido para cada uno, son los que más se echan de menos.

Muchos adquieren su significado solo en el plano individual. La música que escuchábamos de camino a la oficina, esa persona que siempre nos encontrábamos en el trayecto en el metro, los lugares donde solíamos comer cuando nos encontrábamos solos, las pequeñas caminatas en silencio, de la estación a un edificio, del estacionamiento al elevador, del mercado hacia la casa.

Otros tantos, sin embargo, tienen un sentido parecido para todo el colectivo. ¿Quién no ha sentido en el pecho una opresión al ver tantos locales vacíos en la Central de Abastos o en el mercado local? Al ver los negocios que antes daban vida a nuestras colonias cerrados por la necesidad de resguardarse o, de plano, por la falta de demanda. Las calles de antes hoy están vacías o son transitadas por gente con cubrebocas o por gente desprotegida, lo que siembra en nosotros la pregunta ¿por qué se creen inmunes? Sea cual sea el escenario, esa calle ya no es la de antes.

Lo cotidiano refuerza hoy su valor, al verse por completo trastocado. Lo que antes era común tal vez no vuelva a serlo. La pandemia nos entregará una nueva cotidianidad, pero no hay forma de que nos devuelva la pasada. Hay cosas que volverán: el olor a abundancia en los mercados, las risas en los bares, un cigarro en la terraza de un café, un café caliente que se toma de camino a la oficina. Las esperamos de regreso con anhelo, a sabiendas de que han de tardar, pero les prometemos que las valoraremos más que antes.

Siempre hacemos esa promesa. Le juramos a lo ausente que, tan pronto se digne a regresar, sabremos apreciarlo como nunca. Siempre terminamos por romperla. Siempre damos por hecho lo que vemos diariamente y terminamos devaluándolo. No hay razón para pensar que no será así con lo que nos sea dado como cotidiano en el futuro. Ojalá podamos, sin embargo, oponernos por una vez a ese rasgo tan lastimoso de la condición humana.

La vida en la ciudad regresará, aunque no vuelva a ser la misma. Volveremos a andar por las calles y los parques con total despreocupación (como hoy no hacen más que los cínicos). Volveremos a saludarnos con abrazos y con besos, con ese estilo que todo el mundo identifica con nuestra región latinoamericana, con ese afecto que desbordamos por el amigo de un amigo, por la familia de nuestro cuate lejano que solo hemos visto un par de veces.

Pero lo que dejamos detrás siempre nos revisitará. Ya lo cantaba Joan Manuel Serrat: Uno se cree que las mató el tiempo y la ausencia, pero su tren vendió boleto de ida y vuelta. “Aquellas pequeñas cosas” regresarán a medias en el futuro para recordarnos cómo era nuestra vida en el momento exacto en que irrumpió la pandemia. Todas esas bodas canceladas, las fiestas a las que no asistimos, los pasos que no dimos en nuestra calle favorita volverán a recordarnos que la sorpresa de hoy es que haya amanecido y que no debemos dejar de maravillarnos ante ella.

Manchamanteles

¿Que no existe el racismo en México? ¿Entonces, cómo se explican tantas atrocidades cometidas contra los pueblos originarios? ¿Cómo se explica que las personas morenas sean denostadas en redes cuando ocupan cargos de toma de decisión? ¿Cómo se explica que la blanquitud sea sinónimo de belleza? El racismo está aquí, es palpable y se ejerce contra las personas de piel morena, no contra las personas blancas. Hay que empezar a revisarnos, poner nuestras barbas a remojar.

Narciso el obsceno

La invariable vital es la contundencia de lo cotidiano. El narcisista no soporta la angustia de ser uno más y vivir una vida común, y en tiempos de confinamiento, lo exacerba todo buscando validar su existencia vía el escándalo fortuito y primitivo, y con ello olvida o evade la realidad de lo fundamental que habita, y olvida la máxima de José Alfredo Jiménez: “para morir iguales”.

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